Siempre!
| 2 de diciembre de 1959
Columna Teatro
Dos docenas de rosas escarlata de Aldo Benedetti, dirige Enrique Rambal
Rafael Solana
Da gusto ver en acción a una persona tan enamorada de su oficio como Enrique Rambal. Se siente, viéndolo, que dedica al arte que es su profesión todos los minutos de su pensamiento y todos los latidos de sus venas; el trabajo escénico no es su ganapán, sino su vocación y su pasión; se entrega a él enamoradamente, y el público que va a verlo, tiene que sentirse inclinado a respaldarlo y aplaudirlo por esa honradez profesional, y, en algunas ocasiones, por los francos aciertos a que ella lo conduce.
No siempre, sin embargo, está igualmente bien Rambal; no en todas las obras ni en todos los papeles encaja con la misma perfección con que se acomoda en algunos; de allí que pueda suscitarse alguna discrepancia de opiniones, alguna controversia. Pero el cronista que se sienta inclinado a referirse en su reseña a algún punto en que la actuación o la dirección de Rambal le parezcan discutibles, ha aprendido a irse con pies de plomo, para no herir la fina susceptibilidad de ese artista, que tiene una piel muy delicada y ya alguna vez ha respondido a una crítica de buena fe en forma acre y descomedida.
Queremos, sin embargo, y aun a riesgo de volver a perder su tornadiza amistad, y de no volver a ser invitados a sus obras, hablar con libertad absoluta, pues, como dijo Voltaire (más o menos), en una de sus historias, "mucho respeto merecen los grandes reyes que han muerto, pero uno mayor merece la verdad, que no muere".
Muy modificada hemos encontrado la versión que ahora presenta Rambal de la bella comedia de Aldo de Benedetti, Dos docenas de rosas escarlata; ahora hasta tiene faltas gramaticales; por ejemplo, una en el título: creemos que en español se dice rosas escarlata, por su color, como se diría rosas naranja si ese tuvieran, pues se trata no de adjetivos propiamente dichos, sujetos a los accidentes de género y número, sino de nombres; si fueran claveles no serían escarlatas, sino escarlata también. Otra cosa que se dice mucho en el texto es el disparate "spaghettis"; el doctor Recanati pudo explicarles que ya "spaghetti" es plural, y no necesita la s. Un solo fideo, un spaghettho, es culinariamente inconcebible.
Pero no es en estas minucias en lo que consiste el cambio que observamos en la obra, que de cuando la hizo Mapy Cortés en el cine para acá ha variado mucho; es que Lucy Gallardo mete en el texto sus propias muletillas que ya usó en otras obras y que son parte de su personalidad y no de la de los personajes a quienes le corresponde interpretar; y que Rambal ha hecho "arreglos"; pero no podemos censurarlo por ello, porque sólo se trata de ajustes para que el papel, como actor, y la obra entera, como director, le queden mejor; como quien compra un traje hecho y le manda hacer algunas adaptaciones para que caiga mejor a su cuerpo. Esta molestia, que se toman pocos, es en algunos casos muy plausible... y en otros muy peligrosa, y debiéramos ver con reservas el que se generalizara. León Felipe puede hacer una buena versión personal de Shakespeare, y Rambal ha hecho una excelente de Benedetti; pero... en nombre de los autores, ojalá que esto no se ponga de moda. No queremos ni imaginarnos lo que serían capaces de hacer Ortiz de Pinedo o Pulido.
La obra es preciosa, y no insistimos en ello porque quien más quien menos ya la han visto en teatro, en cine, argentino o mexicano, o la han leído, muchísimas personas; y su nueva versión es feliz, atribúyase o no toda ella al doctor Amadeo Recanati, que la firma.
Permítannos ustedes esta vez ir dando un rodeo, y tomar las cosas desde la mayor distancia, para irnos acercando a Rambal con cautela, como a un perro que podría morder. Hablemos de la producción (es también de Rambal), que es excelente. Un decorado de Julio Prieto costosísimo (una puerta que cerraba mal ya habrá sido corregida, y una zona que tenía defectuosa iluminación ya habrá sido compuesta) y de muy buen gusto deja sin aliento al espectador desde que el telón se levanta; es una escenografía cinematográfica, en varios planos, arquitectónica, sólida, como las memorables del teatro Arena, que eran, en su género realista, soberbias. No se presentan así de bien las obras en París, ni en Madrid, ni en Buenos Aires. Ni las actrices suelen ser tan elegantes como Lucy Gallardo, que en una obra en tres actos saca cinco trajes (más un abrigo), todos con sus correspondientes pares de zapatos y sus bolsas. Y todos muy finos y buenos. Un lujo asiático. Esto también el público tiene que agradecerlo. En medio de tanto derroche sólo se ocurre solicitar que las rosas fueran de verdad (un gasto no excesivo, comparado con los otros) y no de ese plástico que hace un ruido tan horrible cuando lo frotan contra la pared.
La obra es de solamente tres personajes y pico. El tercer personaje es Miguel Córcega. ¿Qué diremos de él? Que nunca estuvo mejor en su nueva nariz roja, y las pequeñas fallas de memorización, hábilmente subsanadas, no tienen importancia, ¡Qué simpático está, a lo largo de toda la obra! Asimiló perfectamente el tono que el director dio a la pieza, se acomodó al ritmo, se ajustó a la escuela. Con una gran finura (que reconocemos debe ser atribuida principalmente al director) se abstuvo de hacer un idiota de bulto, y matizó con el mejor gusto su personaje. Si no se nos ofende nadie, diremos que Córcega se roba la obra (ojalá que no lo vayan a correr por eso); no queremos decir que haga sombra a los otros dos, que tienen papeles mucho mayores, sino que... le cae muy bien a todo el público, que ríe con él de muy buena gana, y agradece su ángel y su buena sombra.
Lucy está perfecta; pero le pasa lo que a Nadia, lo que a Marilú, lo que a otras actrices, que ya prefieren ser ellas mismas que hacer papeles; dicen líneas diferentes y se ponen vestidos de otros colores; pero no encarnan otros personajes; son "Lucy casada", o "Nadia pobre", o "Marilú divorciada", de la misma manera que Marcel Marceau es "Bip escultor" o "Bip pintor" o "Bip músico"; de Lucy en un personaje diferente (en Los intereses creados, o en Patrulla 21) ya nos acordamos poco; ahora no se trata de ver a Lucy en otra obra, sino de ver otra obra en Lucy.
Pero así está bien; ella tiene un encanto personal tan grande, que no quisiéramos verla forzada, o salida de sus casillas. Está deliciosa.
Y en cada obra tiene ocasión de hacer una creación, si no de un personaje o un tipo nuevos, de una nueva escena, de un nuevo matiz; sus actuaciones no se confunden, aunque se parezcan, aunque tengan un sello, como se parecen entre sí los Nocturnos de Chopin o las óperas de Puccini. En la obra pasada era el juego de cartas; ahora es el principal del segundo acto; aunque esté magnífica en toda la comedia, en los momentos a que nos estamos refiriendo alcanza Lucy la perfección; nada más real, más exactamente copiado de la vida, y al mismo tiempo más ingenioso y bien humorado que esas escenas del mal humor. Por ellas vaya a la señora Gallardo un aplauso más, por encima de los que es justo tributarle por el conjunto de su actuación.
De Rambal vamos a hablar mezclando su labor de director y de actor, que son inseparables; se dirige a sí mismo (y dirige a todos los demás) y su concepción del personaje y de la comedia nos obligan a amalgamar en un juicio su labor doble.
Es admirable el trabajo de Enrique para enriquecer (¿de allí vendrá la palabra?) las obras que hace con infinidad de matices, de gags, de nuevos y a veces pequeñísimos o finísimos detalles que no siempre el público nota, pero que dan a su trabajo el aspecto el de un acucioso miniaturista; su dirección es lo que los franceses llamarían recherchée (así está mejor, en francés, pues si decimos "rebuscada", se podría ofender Rambal). Hay un tan exagerado y mimoso cuidado de hacer realismo en las actuaciones, evadiéndose del ritmo teatral para imitar el de la vida, con sus entonaciones, gestos, pausas, que este exceso de naturalidad se convierte en artificial; porque en el teatro lo natural es ser teatral, y ser natural resulta... demasiado teatral.
Pero... digamos que como actor y como director está Rambal minucioso, que está matizadísimo, que dibuja, que borda, que crea, que pone el alma, que no se limita a recitar líneas, sino se mete dentro del personaje igual que dentro de una piel y no dentro de una camisa (esta frase ya ha sido dicha por alguien) y que lo vive con delicia... porque si decimos que está recargado, o lento, o abusivo, pues a lo mejor no le gusta, y nos manda una de esas fieras cartas y se acaban las relaciones. Mejor no lo diremos.
En resumen, la comedia, encantadora, la postura en escena, las actuaciones y la dirección... más pecan por carta de más que de menos. ¿Qué esperan ustedes para ir a aplaudir Dos docenas de rosas escarlata?