Siempre!
| 27 de mayo de 1959
Columna Teatro
Gran actuación de Silvia Pinal y Ernesto Alonso en Sube y baja para dos de William Gibson
Rafael Solana
El autor norteamericano William Gibson ha hecho una cosa que es muy moderna... pero que es muy antigua. Moderna por su construcción, por su exterioridad, por su aspecto: antigua por su contenido, por su sentimentalismo a veces un poco trasnochado.
Podría decirse que la dulzona tragedia, o la amargosita comedia, pertenece al género que los franceses llamaron de ménage, cuando se puso de moda, a fines del siglo pasado: aunque, para modernizar, no se trata de un matrimonio, sino de una unión libre y extramatrimonial... cuyos problemas son los mismos que tendría un matrimonio triangulizado... sólo que, por variar, esta vez la hipotenusa del triángulo es la esposa de uno de los catetos.
Hay mucho modernismo en la construcción, en dos escenarios simultáneos, con un constante uso del teléfono como tercer personaje (lo inventó Cocteau, como segundo), y en el uso de los silencios, que fue muy subrayado por el director Luis de Llano, quien vio en ello una forma de buscar la naturalidad, el naturalismo. ¿Los resultados? Francamente... inciertos. Es verdad que ese uso de los silencios (muy permisible en la televisión, y sobre todo en el cine) no solamente da aire de modernidad, sino también de realismo, a la representación; pero... rompe la teatralidad; el teatro debe ser teatral, como la pintura debe ser pictórica, la poesía poética, la música musical, la escultórica... tratar de desteatralizar el teatro ¿es una noble tarea? ¿Al quitarle teatralidad al diálogo, inyectándole realismo, como el uso y el ritmo de los silencios, se ha mejorado el teatro? Eso, como muchas otras cosas, queda sujeto a la más amplia discusión.
Nuestra opinión particular, si se nos permite darla, es que no se mejora el teatro desteatralizándolo. Muy realista, la dirección de Sube y baja para dos... pero muy aburrida, se gana en naturalidad lo que se pierde en espectáculo.
A este paso, van a renunciar un día también por ejemplo, a las luces; que no haya diablas, ni candilejas, ni spotlights, ni baby spots, ni nada, sino se alumbren los actores con el foco de la recámara que representa la escena; eso será muy realista... pero verán ustedes qué deprimente, qué lamentable, qué oscuro... así el maquillaje, y así el ritmo, y así el diálogo... no puede ser demasiado natural, porque caerá en la prosa, en la trivialidad, en la fruslería. Aunque se les falsee un poco hay que hacer a los personajes decir cosas un poco más ingeniosas, o más cómicas, o más profundas, o más patéticas, que las que dirían en la realidad, y decirlas más fuerte, y más seguido.
La obra de Gibson es un triunfo o un fracaso según desde donde ustedes quieran verla. Naturalidad... sí, la tiene: pero raya en trivialidad; es una obra sin grandeza, sin vuelo, caserita; y la han traducido perramente; giros de Peralvillo y de Tepito para crear un falso ambiente de clase menos que media de Nueva York; muchas cosas disuenan, estallan, porque parecen más propias para una barriada tenochtitlana que para la Urbe de Hierro. Y en el fondo... un sentimentalismo que nada tiene de novedoso ni de audaz; viene a resultar la comedia dramática algo así como una anciana vestida de niña; modernismo en el exterior, en la división en cuadros, y romanticismo en los caracteres; nada habría que cambiar al diálogo, o casi nada, si la obra se desarrollara en París, en el siglo pasado, con personajes vestidos como para la ópera Bohemia.
Se han despepitado los cronistas aclamando a Silvia Pinal como la triunfadora de la obra; y lo es, desde el punto de vista del público. La aclaman, la aplauden a rabiar; y eso, en el teatro, es triunfo porque el que dice la última palabra es el público y gustarle al público es desiderátum de toda obra teatral (algunas a todo el público, algunas a un público determinado, especial, que es al único al que están dirigidas, un público de Juan Soriano y sus apóstoles pueden ser un público pequeño, pero es un público).
Y Silvia está en esta obra, como la obra misma, muy moderna, y muy antigua. Actriz experimentada en cine y en televisión, aprovecha los recursos que esos jóvenes artes han portado al viejo arte teatral; actúa no solamente para los espectadores que están al fondo de la sala, y para quienes hay que hacer gestos de muchos bulto, sino como si tuviera la cámara a una cuarta del rostro, en el gran close-up. Muchos de sus gestos, muchas de sus escenas mudas, parecen que los hubiese aprendido en I love Lucy; es una comicidad nueva, nueva en el teatro, de gestos y de pausas que antes no se conocían; se adivina que Silvia estudió este papel ante públicos americanos porque da pausas muy largas para que el público comprenda y ría algunos gestos; el público de aquí es más rápido que el de los Estados Unidos; la señorita Pinal irá constatándolo en cada función, e irá achicando esos silencios de espera para que se suelte la carcajada, especialmente en el primer acto, que el día del estreno ella arrastró con un ritmo innecesariamente cauteloso.
En la parte cómica atina, Silvia, a base de vulgaridad; en la dramática, a base de sinceridad y de buena ley; nos gusta muchísimo más en los últimos actos que en el primero; pero debemos convenir en que, en conjunto, su labor es triunfal; muchísimo más sólida, pensamos, que la que ya le valió grandes zalemas de sus parciales, en Ring Ring, en La sed o en otras obras, hasta el grado de que en Ana Christie también hubiera quien la aplaudiese.
Si en materia de Silvia Pinal nos indicamos a sumarnos a las mayorías, que aclaman, en el caso de Ernesto Alonso de ninguna manera estamos dispuestos a sujetarnos a la opinión más generalizada en la crítica, que le ha tratado con frialdad, hasta con desdén, en algunos casos, y en alguno con leperada; por el contrario, permítasenos disentir de nuestros muy apreciables colegas, creemos que Ernesto Alonso está magnífico, de una pieza, perfecto, en un papel que ni requería ni permitía nada más que lo que él da; la pieza está arteramente concebida para que todo el lucimiento sea de la actriz; como en los diálogos de "Cantinflas", o los de "Manolín", o los de "Tin Tán", todos están de un solo lado y el otro sólo sirve para dar pies; Armando Valdés Peza, uno de nuestros críticos teatrales más agudos, le comparó con el papel del bailarín que sale a detener a la primera ballerina, a la danseuse étoile, cuando acaba sus 32 fouettés o termina con sus arabescos; papel ingrato, un hueso, que dicen los actores, es deliberadamente opaco para hacer más luminoso el de la mujer, y Ernesto Alonso lo ha hecho con buen gusto, con una contención, con una dicción perfectos; el autor puso el texto y él ha puesto solamente la tipografía, una tipografía nítida, elegante, clara, sin erratas; si el texto es aburrido, o gris... no puede culparse al tipógrafo.
Ernesto es un actor muy moderno... exageradamente moderno; ha dejado muy lejos la época en que de una manera tradicional hizo El divino impaciente, por cierto con un éxito enorme; ahora se ha vuelto británico, correcto, mesurado; a nuestro juicio, por demás; pero no se trata de frialdad o insuficiencia suyas, sino de una manera diferente de concebir y de poner los papeles; si a él se lo ponen así con exactitud, a quien menos se puede culpar es a él mismo; autor y director serían los responsables; pero si autor y director buscaron naturalidad, sencillez, realismo, no puede decirse de Alonso sino que está impecable, pues de todo eso hace derroche en su interpretación, que si alcanza tonos oxfordianos de grisura, por momentos, es porque así lo requiere la obra, y no porque le falten a él vuelos para estar brillante, cuando su papel así lo requiera.
Si fue un error o no de Ernesto Alonso aceptar un papel en el que por necesidad tendría que comérselo su compañera, eso es asunto aparte; pero una vez que lo aceptó, pensamos que lo ha hecho bien, y aun muy bien; aunque no haya sido esa la opinión que ha prevalecido en la prensa.
Unas últimas palabras, para el escenógrafo: sin superar sus anteriores triunfos, el maestro Julio Prieto da una vez más muestra de su absoluta maestría, al crear un escenario complicado, pero que funciona a la perfección, y que ambienta la pieza. También Julio, como la ilustre familia artística a la que pertenece Ernesto Alonso, se va mejorando con los años. Sus triunfos pueden ser menos clamorosos o menos sorpresivos, pero qué duda cabe de que son cada vez más sólidos.