Siempre!
| 6 de mayo de 1959
Columna Teatro
Todos eran mis hijos de Arthur Miller, dirige Seki Sano
Rafael Solana
Engolosinado por el gran éxito artístico y de taquilla que el año pasado tuvo con Panorama desde el puente, Wolf Ruvinskis ha montado, en el mismo teatro,(1) y con el mismo director, otra obra del mismo autor, Arthur Miller. Todos eran mis hijos, era ya archiconocida de gran parte del público, en versiones mutiladas, para televisión; pero era necesario verla completa, en un teatro, bien dirigida y bien representada.
La crítica de México se ha desconcertado ante esta obra; algunos periodistas improvisados consideraron oportuno censurarla, por la poderosa razón de que les dieron asientos de filas de la retaguardia. ¡Triste espectáculo da a los ojos del público lector una crítica en la que estas pequeñas miserias consiguen pesar tan gravemente!
La verdad de las cosas es, cualesquiera que sean los boletos que le den a uno, o aunque no le den boletos, que Miller es probablemente el mejor de los autores del teatro contemporáneo. Y de esta pieza podrá decirse que no sea la mejor de las suyas, pero no que no sea una de las mejores de nuestros tiempos. Tiene el sello de Miller, es decir, grandeza, magnificencia, fuerza.
Miller es, tal vez vamos a decir una enormidad, pero decimos lo que pensamos, el primer autor de teatro, después de los griegos, que hace sentir verdaderamente el sentido de la tragedia que don Alfonso Reyes ha definido como "un conflicto en el que todos tienen razón"; las falsas tragedias griegas de los franceses, sean clásicos, con Racine o modernos como Anouilh no tienen este vigor; Miller cierra todas las puertas, no hay héroe ni villano sino hombres que chocan entre sí, cada uno siguiendo su ideal de vida; ajedrezar las obras teatrales (o cinematográficas, o novelescas) haciendo buenos y malos, qué fácil. Copiar la realidad del mundo y crear problemas en que todos los combatientes tengan de su lado cierta sección de la justicia, esa es labor de verdadero gran creador literario, dramático o lo que sea.
Arthur Miller se levanta a una gran altura artística en esta pieza, en la que una vez más fustiga a sus paisanos, a lo que llama "el pueblo de los grandes mastines". Una de las cosas más impresionantes de Estados Unidos, gran pueblo, es que las cosas más pesadas no se las dicen los rusos, o los alemanes, o los japoneses, sino sus propios comediógrafos, y uno de ellos es Miller; Miller tirando a degüello Estados Unidos, contribuye a aumentar su grandeza. Porque lo señala, además de como país de criminal materialismo y de pragmatismo egoísta y ciego, como país de libertades, y como cuna de uno de los mayores escritores de nuestra época.
La obra es interesantísima, en su conjunto aunque adolezca el primer acto de exceso de follaje, de longitud exagerada y de desviaciones innecesarias; luego va la pieza creciendo y subiendo de tono. Tras el primer acto cansado, vienen otros dos apasionantes.
La dirección de Seki Sano es intensa, calurosa, feliz. La escenografía, de Julio Prieto, a nuestro juicio muy atinada, pues desde el primer vistazo sitúa la pieza en el realismo chato y mediocre de un poblacho norteamericano; es realista, como la pieza, a la que ambienta perfectamente.
Las interpretaciones nos parecieron brillantísimas; dirán ustedes que esta semana estamos de buenas, que todo nos ha parecido magnífico, así son las cosas; a veces todo sale bien, a veces todo mal; y ésta fue una buena semana. Rubinskis, a nuestro juicio, está otra vez magnífico en un papel diferente; creemos que Wolf es ya uno de los mejores actores de México, no porque haya encontrado una vez un buen papel, sino porque muchas ha estado brillante en muchas obras, tan distintas como El oso, de Chéjov, Un tranvía llamado deseo, La fierecilla domada, Panorama desde el puente; y ahora Todos eran mis hijos; tiene estupenda presencia, una voz riquísima y cálida, cuya monotonía ha vencido, y un gran amor por su profesión; y, además, ese don, "showmanship" que no podría decirse en qué consiste y sin el cual los actores no interesan, no proyectan en el público. Como es estudioso, y obediente a sus buenos directores (su buen director es más exacto), Wolf crea rigurosamente sus personajes, cuidándolos en cada gesto, en cada tono y en cada detalle. Consideramos que otra vez en esta ocasión está perfecto.
Y magnífica nos ha parecido Virginia Manzano, actriz de gran vuelo, que a veces da aletazos demasiado grandes para pequeñas jaulas; no así en esta ocasión, en que tiene papel para darse gusto; su personaje no solamente permite sino que requiere, esas grandes condiciones, esa amplitud, esa riqueza de gama que Virginia puede desplegar, y que en esta ocasión ampliamente despliega. Se emplea a fondo, como una cantante que tuviera que afrontar no un lied, sino una pesada ópera. Y su actuación, para quien sabe medir eso, tiene grandeza, magnificencia.
También está excelente José Elías Moreno en uno de los papeles más ajustados a sus limitaciones en que le hayamos visto. Y Adriana Roel, Antonio Gama, Ada Carrasco, justos, impecables. Todo esto hace que la postura en escena de la estupenda pieza tenga que ser calificada de estupenda también. Otra gran noche de teatro nos ha dado Seki Sano, como aquélla, inolvidable, del estreno maravilloso de Panorama desde del puente.
Algo que también todos deben ver, Todos eran mis hijos.
Notas
1. Se refiere a la sala Chopin. El estreno fue el 16 de abril. P. de m. A: Julio Weinstock.