Siempre!
| 6 de agosto de 1958
Columna Teatro
El pequeño caso de Jorge Lívido de Sergio Magaña, dirige Manolo Fábregas
Rafael Solana
Nos decía Manolo Fábregas, la mañana del día del estreno de El pequeño caso de Jorge Lívido,(1) que la campaña que inició esta columna, y luego secundaron algunos críticos, tendiente a convencerlo de que debía poner en su teatro alguna obra mexicana, al principio lo molestó y lo desconcertó un poco, pues lo presionaba; pero que pronto se dio cuenta de que era una razonable campaña, en la que él mismo se interesó, por considerar de justicia, y que pronto ya no deseó, como deseábamos nosotros, sino encontrar la obra mexicana que fuese, a su juicio, capaz de interesar a su público; cuando la encontró al fin, tuvo una gran alegría, y de muy buen agrado cedió a la presión que le hicimos, y anunció, al fin, el estreno en su teatro de una comedia escrita en nuestro propio país.
No tendrá ocasión de arrepentirse, esperamos, y ahora verá que quienes le pedimos lo que le pedíamos no deseábamos sino su bien, y el de todo el teatro mexicano. El triunfo que ha obtenido esa triple entidad (tres personas y una sola verdadera) que es Manolo Fábregas empresario, director y actor al montar El pequeño caso de Jorge Lívido nos ha parecido el más completo, el más brillante y el de mayor eco de cuantos triunfos ha obtenido recientemente, en el año que corre, digamos, al estrenar en su teatro; le ha ido bien con algunas reposiciones; pero estrenos... no recordábamos ningunos, reciente, de más fuerte impacto, de aplausos sinceros; de interés del público tan grande. Un gran triunfo, que ojalá se traduzca, como todo hace suponer, en magníficas entradas durante muchas semanas, para que Manolo quede definitivamente conquistado por la idea de que el teatro mexicano interesa al público mexicano no solamente tanto como el extranjero sino muchísimo más.
Tuvo pupila Manolo, como siempre, para escoger la obra de su iniciación en el teatro nacional. Es la de uno de nuestros jóvenes comediógrafos de mayor talento, quizá el de más talento entre todos los de su generación (pero no olvidamos a Emilio Carballido, que es también un autor excelente). Sergio Magaña escribe poco, con cautela, trabaja mucho sus obras, las pule y las reescribe, y no da muchas, como hacen Inclán u otros; pero cuando al fin entrega una obra para ser estrenada, se puede estar seguro de que se trata de una gran obra. Lo fueron Los signos del zodiaco y Moctezuma II, sus primeras obras. Lo es también, en cierta medida, El pequeño caso de Jorge Lívido. ¿Mejor que las anteriores? Sería mucho decir. Pero muy buena, digna de llevar la firma que lleva. Tampoco Shakespeare, cada vez que estrenaba una obra, superaba Romeo y Julieta; pero Shakespeare es Shakespeare no solamente por Romeo y Julieta, sino por el conjunto de todas sus obras. Creemos que Sergio Magaña ha crecido, como personalidad literaria, con el estreno de El pequeño caso de Jorge Lívido... aunque no sea una obra más grande que las dos que la precedieron.
El público verá, en el primer momento, en esta pieza, una obra policiaca, que trata del descubrimiento del autor de un crimen y su detención, pero que lo trata de un tono algo humorístico, y en la que se consiguen felices cuadros de sainete y divertidos personajes, un poco caracterizados, que nos dan un pintoresco cuadro de la vida mexicana de la clase media; nosotros creemos que la obra en realidad contiene muchísimo más que eso; es una obra con mensaje, y con un valiente mensaje; como algunas de las películas italianas más sobresalientes del neorrealismo, pone la moral un poco patas arriba, y hace al público simpatizar no con la justicia, sino con la bondad, que vale mucho más. Los valores éticos por encima de los valores jurídicos... ¡qué bello y qué generoso mensaje! Piedad, misericordia, humana simpatía, por encima de cumplimiento de leyes o reglamentos... un alto sentido, ambicioso, noble. No se trata de ninguna insignificancia; se trata de la obra de sentido más penetrante, más profundo, que hayamos visto en mucho tiempo, mexicana o no. En nada desmerece, creemos, frente al Réquiem por una monja, que es una obra internacionalmente famosa; en algunos aspectos creemos que la supera. Y si no lo alcanza la perfección clásica y admirable de Panorama desde el puente, al menos se siente que tiene, por momentos, su mismo gran aliento.
Todo el contenido de la obra está en el magistral tercer acto, el mejor tercer acto que recordemos en algún tiempo. Es de una pieza, ese acto violento, conmovedor, que estruja al público, que le arranca interjecciones de emoción, que juega con sus sentimientos, y los canaliza con facilidad en el sentido en que el autor quiere llevarlos. Allí está todo el contenido moral, y casi todo el contenido dramático; la estructura de la pieza, estéticamente hablando, se reduce al tercer acto y los finales de los dos primeros; lo demás es pedestal, es complemento, excipiente, dicen los farmacéuticos, como el talco que se les pone a las pastillas o la vaselina de los ungüentos, para darles cuerpo, consistencia; tal vez puso mucho de esto Sergio en los dos actos primeros, y sobre todo en el inicial, cuya primera media hora no se sabe a dónde lleva ni qué fines se propone, con aquélla detallada, morosa pintura de la vida y las costumbres de una pobre casa de huéspedes, en que se habla de cucarachas, de periódicos, con exagerada delectación; cuando al fin se entra en materia, en una escena que brillantísimamente sostiene Isabela Corona frente a Marta Mijares, han transcurrido ya tres cuartos de hora desde que se levantó el telón; y en el segundo acto vuelven a pasar lentamente los minutos antes de que regresamos al verdadero asunto.
No es tiempo desperdiciado, porque el autor lo aprovecha para escribir, con su brillantísimo talento, con su precoz maestría, escenas que en sí tienen valores, que gustan, que interesan, que divierten; alguna de ternura entre Manolo y Marta, del segundo acto, es la mejor escena amorosa que jamás haya escrito Magaña, cuya escena de amor en Moctezuma II era una plancha; las de Isabela Corona, que tiran por lo cómico, son también muy felices, o lo parecen al menos, interpretadas con lujo de maestría por esta consagrada gran figura de nuestro teatro; no diremos que se hace pesada la representación, a pesar de la extraordinaria longitud de los actos; pero sabe muy bien Sergio Magaña que ha dispersado su acción, que no ha logrado (no ha querido, tal vez) concentrarla, y que es posible que en los dos primeros actos, al principio de ellos, se distraigan o se fatiguen algunos espectadores. Sin embargo, estamos seguros de que no se atreverá a acortarlos, enamorado de cada una de sus escenas, pues en sí mismas están todas muy bien conseguidas, y tienen pequeños valores propios, de caricatura, de sainete, o meramente de diálogo, aun en los casos en que no sirve para el avance de la narración fundamental de la pieza.
Es muy buena la obra de Sergio Magaña; pero convengamos en que subraya todos sus valores la magnífica postura en escena; tal vez puesta por aficionados o por un cuadro pobre, que es la suerte que corren muchas obras de autores nacionales, no habrían sido puestas de relieve sus cualidades, como lo son bajo la dirección de Manolo Fábregas, en ese teatro magnífico, con una escenografía formidable, y con un reparto en que todos son estrellas, en que se consiguió para cada papel, aun los chicos, una eminencia.
La obra pide un cuarto modestísimo, de casa de huéspedes; pero pensó Manolo que si a eso se atenía íbamos a decirle los críticos que cómo en la escenografía de obras extranjeras gasta 50 mil pesos, y en la del maestro no; entonces, por fuera del cuarto, creó el ambiente de toda la casa de vecindad, con sus sombrías escaleras, y el de todo el barrio (y para esto es muy posible que Julio Prieto, se inspira en la escenografía de Diego Rivera para
El cuadrante de la soledad
, de Revueltas, y recordara la de Toño López Mancera para Cada quien su vida
, de Basurto). El resultado es magnífico: se crea un clima; no se siente asfixia; es un decorado que sirve perfectamente a los fines de la pieza, y por el que Julio Prieto, y Manolo, que se lo encomendó y lo pagó, deben ser felicitados.La dirección es muy feliz. Manolo ha comprendido y ha sabido transmitir al público el mensaje de la pieza y ha buscado, y conseguido, dar colorido y variedad a los personajes, poniéndolos en diferentes tonalidades; al personaje de Isabela le cargó un poquito la mano de lo cómico, y subrayó algunas de las condiciones del de Julio Aldama hasta hacerlo contrastar un poco con los demás, al grado de parecer Julio un actor de diferente escuela; pero esta disonancia sirve al conjunto. Ni la dicción ni la dinámica resultan parejas, entonadas... y ello sirve, sin embargo, al concierto. Podría hablarse de que rompió Manolo moldes, de que se salió de bases clásicas... un músico podría hablar de una dirección dodecafónica... y se haría entender perfectamente.
Justamente por estar puesto en otro tono, el personaje de Aldama resalta, y a unos será el que más guste, y a otros el único que choque. A nosotros nos ha gustado mucho; le hemos encontrado una gran pasión, una gran sinceridad, un verismo conmovedor; al público le llegó muchísimo; conquistó todas las simpatías. Eso, a pesar de ciertas fallas, de ciertos titubeos, que creemos propios de la nerviosidad de la primera noche; pero un actor que consigue que toda la audiencia se ponga de parte de su personaje, no puede estar mal; ha conquistado algo más difícil de obtener que la admiración: la simpatía del público. Y si eso ha hecho, ha servido a los fines del autor y de la obra perfectamente.
Pero en justicia, y por mucho que Aldama nos haya gustado (sabemos que no a todos les gustó igual), de quien hay que hablar por delante es de la maestra Isabela Corona; ella es una actriz trágica, fundamentalmente; pero ante todo es una artista completa, capaz de hacer lo que le pidan; ya estuvo deliciosa en la Alomena de Anfitrión 38, su primer papel cómico, y sacó partido de ciertas escenas de El oso, en Jano es una muchacha, y brillará en Los zopilotes, de Hugo Argüelles, si alguna vez hace esa obra, y nos han asegurado que era una delicia su Matea de Debiera haber obispas, obra que ha representado en gira por el interior del país y en algún punto del extranjero; pero esta vez ha bordado el papel, que será memorable en su historia, de Fany, la dueña de la casa de huéspedes, generosa hasta la violación de la ley, y algo ridícula; Sergio Magaña se recreó al escribir este personaje, y la Chata se ha gozado en vivirlo; muchos perfiles de comedia tiene, y la gente ríe de muy buena gana con ellos (preparándose, con estas risas, para la tensión de los momentos dramáticos de la pieza); pero cuando llegan las escenas de responsabilidad, las escenas fuertes, la Chata se crece, se apodera del escenario, se queda sola, se hace sentir, con la autoridad de gran artista que tiene perfectamente conquistada. La obra sube, toma altura, como los aviones, cuando ella afronta la gran escena narrativa del acto primero, un racconto al que sabe imprimir Isabela un dramatismo, una intención y una intensidad tremendos. Para esta actriz eminente, el mayor de cuyos triunfos anteriores se lo dio un autor mexicano (Usigli) este estreno de obra nacional será memorable.
Luego Manolo mismo... ¡qué gran actor y qué gran ocasión para demostrarlo! Algo frío, un poco impersonal, en las preliminares escenas que así lo piden, suelta la emoción, vibra, cuando llega el momento de sentir y hacer sentir una pasión; su tercer acto es de una gran brillantez. Está formidable.
¿Y qué decir de Marta Mijares, en su conmovedor, tierno, juvenil personaje? Ella está deliciosa, verdaderamente admirable; es lo mejor que ha hecho en su carrera; fresca, espontánea, fragante; representa el lado más delicado y fino de la obra; es la flor que no hay que tocar, porque se la daña con el aliento. Su pureza, su nobleza de sentimientos, alguno de los cuales, de generosidad y de bondad, llega a ser más fuerte que el amor, son ejemplares. Ha trazado Magaña un bello personaje y Marta Mijares ha sabido incorporarlo con inspiración.
Los otros personajes importantes, aunque menores, han sido encomendados a Antonio Bravo y a José Elías Moreno, que están de una pieza. Bravo, impecable, justísimo, sorteando los peligros de las diferentes fases de su papel, y Moreno, en un par de escenas solamente, perfecto, dentro de algo que le viene a la justa medida. En este caso la obra fue sobre repartida; José Elías le queda grande el papel; pero así sabe hacer Manolo las cosas. Dos policías (Chel López y Carlos Pouliot) cumplen perfectamente, sin romper ni por un momento la limpieza de la representación.
En justicia, por obra, por dirección, por postura en escena y por interpretaciones, El pequeño caso de Jorge Lívido debe ser un gran triunfo para el teatro de los Insurgentes. Lo fue ya de aplauso, y de seguro ha de serlo de crítica; pero también tendrá que serlo de público. La obra es excelente, interesa y aun apasiona en la forma más viva, tiene personalidad, es distinta de todo, y da ocasión a una pléyade de grandes artistas de brillar en las más grandes alturas artísticas.
Solamente felicitaciones, y muy entusiastas y calurosas, merecen Sergio Magaña, Manolo Fábregas, Isabela Corona, Marta Mijares, Julio Aldama, Julio Prieto, Antonio Bravo, José Elías Moreno, por el gran triunfo que para todos ellos significa este Pequeño caso de Jorge Lívido que deberán ir a ver todos los aficionados al buen teatro.
Notas
1. El 24 de julio. Leslie Zelaya y Julio César López, Sergio Magaña, catálogo inédito, México, CITRU, INBA, 1989.