Siempre!
| 21 de mayo de 1958
Columna Teatro
Una esfinge llamada Cordelia de Federico S. Inclán, dirige Virgilio Mariel
Rafael Solana
Buena nos pareció la obra El seminarista, de Inclán, con que se estrenó no hace mucho el teatro de la Esfera; mejor La Llorona, de Carmen Toscano, recientemente estrenada al aire libre en Chimalistac; y todavía mejor Los sueños encendidos, con que hizo su debut literario Luis Moreno, bajo los auspicios de la Unión Nacional de Autores; pero más importante y más lograda que todas ellas nos ha parecido Una esfinge llamada Cordelia, que juzgamos no solamente como la mejor obra de autor mexicano de lo que va del año (y será muy difícil no sea la mejor del año entero), sino como una de las más fuertes y bellas obras que nos han sido presentadas en México en mucho tiempo; comparable sólo con El diario de Ana Frank o con Calígula, que son obras soberbias; pero superior a Réquiem por una monja y a Mesas separadas, por ejemplo, que han sido buenas, y sin comparación posible con Trébol de muerte o con Desnudo con violín, que han sido unos churrazos de importación verdaderamente insoportables.
Una esfinge llamada Cordelia es sin duda la obra mejor y más dura de Federico Schroeder Inclán, aunque sigamos teniendo una gran admiración por Hoy invita la Güera, y reconozcamos el mérito, tan difícil de ver en medio de una malísima interpretación, de La última noche con Laura, o tenemos en consideración las cualidades que han tenido otras obras de este autor profílico y de extenso registro. Cordelia es la consagración de este autor, y una demostración, como ha habido antes ya algunas (La huella, El gesticulador, Corona de sombras, Cada quien su vida) de que en el teatro mexicano hay ya autores que pueden medirse con los mejores del mundo.
La maestría que ha alcanzado ya el ingeniero Inclán brilla desde los primeros momentos; el planteamiento del problema de la pieza es rápido, seguro, certero, sin pérdida de tiempo, sin titubeos, sin hojarascas; inmediatamente se entra en situación, y la primera escena ya plantea cosas importantes, en la segunda hace su aparición Cordelia, que ya no volverá a salir del escenario; el final del acto primero está tan bien logrado, que ya quisieran para su tercer acto esa tensión muchos autores; más vibrante, más emotivo y más teatral es el segundo, cuyo clímax es formidable; y el tercero es rico, espejeante; no se limita a cortar nudos, a resolver la situación dejada pendiente, sino todavía presenta novedades, sorpresa, juega como un gato con un ratón, con varias soluciones, antes de decidirse por una de gran intensidad y de fuerza indiscutible; es un tercer acto que no sube en interés y emoción sobre los otros, a causa de que los otros eran ya de emoción e interés insuperables; pero que tampoco baja, sino sostiene la tensión; redondea la pieza magistral; para que este acto fuera mejor que los otros, no se necesitaría mejorarlo a él... sino empeorar a los otros.
Otra vez, como en Laura, Inclán ha creado un formidable papel femenino; un papel estupendo, soberbio, que no se nos ocurre comparar sino con el de La compradora, de Passeur, que estrenó aquí la señora Montoya, y luego le vimos a Emperatriz, o con el de La malquerida, de Benavente; ya no se usan, en el teatro muy moderno, estos papeles de gran brillantez, que necesitan de la gran actriz, de grandes recursos (a menos que se trate de obras “de concierto”, de refritos de Medea o de Antígona, para que se dé vuelo una actriz que prefiere repetir algo ya muy sabido a crear algo nuevo; Inclán debió de vivir y de escribir en la época en que una Bernhardt, una Duse, mimaban a los dramaturgos capaces de escribirles los papeles con que ellas se consagraban; sería el más cotizado, el más adulado de los autores y ellas le hablarían por teléfono todas las mañanas para saber si les tenía alguna nueva obra, y cuando les dijera que tenía ya una escena se precipitarían a ir a oírla, a la hora del desayuno; vive el ingeniero en un país en que hay muy grandes actrices y actores; pero todos esperan la llegada del Times o del Fígaro para leer en ellos la noticia de algún estreno en Londres o en París; estamos seguros de que ni la señora Montoya, nuestra actriz máxima, ni Isabela Corona, ni María Douglas, ni Virginia Manzano, ni María Teresa Rivas, ni Magda Guzmán, se enteraron de que tal obra como Una esfinge llamada Cordelia existía; esperaban tal vez que Inclán fuese a suplicarles que la leyeran; en cuanto a Dolores del Río, que habría encontrado en esta pieza la más perfecta y la más propia para que su presentación teatral en México fuese sensacional, ni idea tendrá no sólo de la obra, sino ni siquiera de Inclán; ella ha preferido atenerse para debutar, a una obra que se estrenó el siglo pasado. En Londres, naturalmente.
En cuanto al papel del actor principal, ese sí que es un papel para un gran artista, y no el de mayordomo pizpireto que tanto le gustó a Manolo Fábregas en Desnudo con violín; es un papel de villano formidable, vigoroso, de una pieza, lleno de cambios, y que, en el último acto, echa mano, a fondo, de todos los recursos de que pueda disponer el intérprete; Manolo Fábregas habría estado eminente; pero tampoco se habrá enterado siquiera de que la obra existía; ni de que existe Inclán. ¡Oh malinchismo, oh cursilería de nuestros más grandes actores, directores y actrices! (El único papel mexicano que la había interesado a Dolores era... ¡La Malinche!).
No se crea, por lo último que llevamos dicho acerca de Cordelia, de que habrían debido estrenarla Dolores del Río y Manolo Fábregas, que esté insuficientemente representada por Pin Crespo y José Gálvez; lo que pasa es que son tan grandes los personajes, que piensa uno, al verlos vivir, en que habrían requerido a los artistas más famosos, a los de más renombre, a los de más autoridad y más viso, aunque a lo mejor no estuvieran tan bien como están los que los han estrenado; el de Cordelia es un papel soberbio, tremendo, grande para cualquier actriz que no sea una primerísima actriz; por fortuna no ha tenido ese papel la pésima suerte que tuvieron el de Laura y el de la madre del seminarista; Pin Crespo ha hecho un esfuerzo increíble, se ha agigantado, se ha multiplicado, y ha logrado ponerse a su altura, en escena; pero no lo está en la cartelera; necesitaba tener mucho más historia, mucho más nombre; ahora hará ese nombre, porque está estupenda; tiene un triunfo impresionante, conmovedor; el de David frente a Goliath: ella era, hasta antes de esto, una actriz que había estado mona en tal y cual obra del teatro español, bien en La heredera, digna de aplauso aquí y allá; pero ninguno de esos discretos éxitos hacía esperar que se pusiera a la altura de Cordelia; y se pone; sirve al autor en la medida en que deja ver la grandeza y la fuerza de su personaje, sin rebajarlo, sin vulgarizarlo; y se sirve a sí misma en contacto con esta interpretación soberbia de un papel tremendo logra llamar sobre sí la atención de directores, productores, críticos, autores y público; se ha sometido a una prueba formidable, y ha salido victoriosa. El papel requiere flexibilidad, intensidad, pasión, altura, elegancia, mucha inteligencia, emotividad... exige un catálogo de virtudes de actriz; y Pin responde. No es el mejor éxito de su vida: es el único. Todo lo que ha hecho antes ha sido en otra medida, en otras proporciones; su carrera de actriz, de esta categoría, ahora comienza.
En cuanto a Gálvez, muchas veces hemos prodigado elogios aquí para su don de adueñarse del público despertando en él las emociones que los papeles piden; así cuando tiene que ser simpático (Divorciémonos, Arsénico y encajes) como cuando tiene que ser odioso (Ana Karenina, Vainilla, bronce y morir) consigue provocar en el auditorio las reacciones buscadas; es eficacísimo, tiene una enorme riqueza de recursos, es un virtuoso de la buena escuela, que no es ciertamente la de los impávidos marlonbrandizantes; Cordelia le da a Gálvez la mejor oportunidad de brillar que le haya dado pieza alguna, desde que está en México; se hace aborrecer, se le quisiera cachetear; si lo ven en esta pieza los tejones, lo vuelven a morder; y con ello queremos decir que está perfecto, pues todo eso pide su papel; cobra el premio de lotería que es el papel. Y lo cobra sin ningún descuento.
Otro actor excelente que disfruta de un gran papel, y se lo fuma hasta la última hebra, es Claudio Brook; su papel no es tan largo como los otros; pero es lucidísimo, tan brillante como fuerte; se identifica perfectamente con él Claudio, que es un gran elemento de nuestro teatro joven; y está en él tan de una pieza como estuvo en La soga o en Con M de muerte, que son sus mejores triunfos anteriores, en esta cuerda (en La mandrágora tocaba otra); y para nosotros fue una grata sorpresa Marina Camacho, joven actriz de quien veníamos oyendo hablar hace algún tiempo, y en quien verdaderamente vemos cualidades; Manuel Zozaya y Armando Velasco, en los papeles secundarios, no desentonan.
Virgilio Mariel ha logrado una dirección admirable; no hay un gran movimiento escénico, ni era posible, en un teatro tan chico, y dentro de una escenografía un tanto incómoda, y no muy feliz (los millones de que se habla no se ven por ninguna parte); pero Mariel obtuvo una perfecta inteligencia del texto, y ha hecho a los actores matizarlo con mucho tino; la pieza gana mucho con esta comprensión absoluta del director, que subraya todo lo que hay que subrayar, y nada ha entonado en falso; quizá este trabajo haga entrar a Virgilio, este año, en la terna de los mejores directores.
Una esfinge llamada Cordelia es una gran obra, bien dirigida, magníficamente interpretada, que deberán ver todos los aficionados al buen teatro, que, por mucho que esperasen de ella, se llevarán una sorpresa.