FICHA TÉCNICA



Título obra Los sueños encendidos

Autoría Luis Moreno

Dirección Fernando Wagner

Elenco Magda Guzmán, Andrea Palma, Lola Tinoco,Azucena Rodríguez, Celia Manzano, Diana Ochoa, Alicia Saro, Eric del Castillo, Enrique Díaz Indiano

Escenografía David Antón

Espacios teatrales Teatro Juárez

Productores Alfredo Robledo




Cómo citar Solana, Rafael. "Los sueños encendidos de Luis Moreno, dirige Fernando Wagner". Siempre!, 1958. Reseña Histórica del Teatro en México 2.0-2.1. Sistema de información de la crítica teatral, <criticateatral2021.org>



TRANSCRIPCIÓN CON FORMATO

Siempre!   |   9 de abril de 1958

Columna Teatro

Los sueños encendidos de Luis Moreno, dirige Fernando Wagner

Rafael Solana

¡Autor tenemos! Aunque la noche del pasado jueves, en el teatro Juárez, fue triunfal para toda la compañía, aunque habían triunfado el director y el escenógrafo, las cuatro grandes actrices que asumieron los papeles de mayor responsabilidad, y los actores y las actrices a quienes correspondieron papeles pequeños, las ovaciones más cerradas, los vivas más apasionados, los bravos gritados con mayor entusiasmo, eran para el autor de la comedia, un joven escritor que todavía no puede votar, pero que puede escribir una magnífica pieza, un muchacho de no más de 20 años que tenía los ojos cuadrados y no podía creer que todo aquel selecto público estuviese aclamándole a él, exigiéndole que se destacara de la compañía, que adelantara un paso, en el escenario, para que el aplauso apretara y se concentrara sobre él, un debutante que con cierta timidez, con cierto desasosiego, había estado esperando los resultados de su primer estreno, y que ahora se resistía a aceptar que la victoria hubiese sido tan completa, tal vez mayor que como se había atrevido a soñarla. Cuando el aplauso, en vez de ir languideciendo, después de un tiempo de cortesía, como suele ocurrir, se vio que iba en aumento, que apretaba, que se encendía, el nuevo autor fue incapaz de dominar su emoción y puso su cabeza sobre el hombro de Andrea Palma, para que nadie viese sus lágrimas.

Acabábamos de ver una obra excelente, perfectamente bien construida, interesante, viviente, en la que nos fue puesta ante los ojos nuestra propia sociedad, en la que fueron presentados, planteados, resueltos, problemas que nos atañen a todos, no el problema de un crítico de arte de París o el de la dueña de una casa de huéspedes de Inglaterra, sino algo de nuestra gente, de nuestra sangre, de nuestra incumbencia; ¡cómo no van a interesar más vivamente, como no van a apasionar más las obras mexicanas que las de importación exóticas y remotas! Y ésta, además de ser una obra que reflejaba un trozo de nuestra realidad y que metía la mano, hondamente, en asuntos de psicología que nos corresponden y que tenemos que entender muy bien, había resultado una obra admirablemente bien escrita, sorprendentemente bien arquitecturada, y en la que descubrimos no uno, ni dos, sino cuatro personajes trazados de mano maestra, intachablemente definidos, sin tropiezo, sin balbuceo; cuatro aciertos completísimos; esto, en un autor que hacía su primera salida, pero que por lo visto, como observó Julio Bracho, uno de los admiradores más entusiastas que este escritor ha conquistado en esta noche para él memorable, se ve claramente que ha nacido para el teatro.

El autor se llama Luis Moreno, y su pieza, Los sueños encendidos; hace algunos años, cuando era un adolescente, tuvimos oportunidad de conocer un temprano trabajo suyo, la obrita Círculo de espera, que ya mostraba su inquietud, pero en la que todavía no había ninguna consistencia; Los sueños encendidos no es obra primeriza, no es obra que contenga promesas; es una realidad, una pieza consumada; y digna de inscribirse en la lista de las mejores que hemos visto recientemente.

El triunfo del autor no se definió desde el primer momento; al contrario, hubo un punto en que creímos que estábamos a la vista de un naufragio; el primer acto, tal como se puso la primera noche (ojalá que ya lo hayan cortado), resultaba eterno, y en los primeros 45 minutos no pasaba absolutamente nada; un cotorreo monótono, repetido, reiterado, iba produciendo cierta somnolencia en el espectador; personajes estáticos decían cosas intrascendentes, para ir creando el clima en que la comedia dramática iba a desarrollarse; pero ese paisaje moral, que serviría de fondo a la trama de la pieza, no es nuevo ni necesitaba ser tan detallado, tan insistente; habrían bastado unas cuantas pinceladas rápidas y seguras para que el público se pusiese en situación; por un instante temimos que no tendríamos nuevo autor, sino apenas nuevo discípulo de la maestra Hernández; nuestras temerosas miradas al reloj fueron repitiéndose; la escena se volvía de plomo. Y eso, a pesar de estar muy bien hecha por Celia Manzano y Diana Ochoa, que aciertan en sus caricaturas, contenidas dentro de una justeza de buen gusto, sin exageraciones ni payasadas.

De pronto todo cambia; la aparición de un nuevo personaje, Lupe, y de una situación de violencia, rompe aquel encantamiento, aquel estancamiento, aquel luisapepinismo en que la provinciana casa estaba sepultada; de allí hasta el final del acto, que ya está próximo, todo interesa, todo vibra; y luego vemos un segundo acto magistral, perfecto, sin una palabra de desperdicio, en el que brilla una gran escena, enérgica, trepidante, que es uno de los más bellos dúos para soprano dramático y contralto que tenga el teatro mexicano contemporáneo; en nada desmerece del segundo el tercer acto, en el que la acción avanza, se despeña, y en que nuevamente tienen ocasión de lucimiento aquellas dos actrices, y otras dos, porque ha escrito Moreno cuatro papeles de actriz, cada uno de distinto color y de distinto tono, perfectamente diferenciados y definidos, pero que en conjunto forman una armonía admirable; un cuarteto del que podría enorgullecerse el autor más maduro y más dueño de su oficio: y cuando se llega a un desenlace, se tiene la impresión de que todo ha caído por su propio peso, de que todo ha sido justo y exacto, de que nada ha sido artificial o falso en esta comedia, en que están perfectamente justificadas, no por mecánica teatral solamente, lo que tal vez un buen estudiante podría dominar, sino de adentro, por la verdad psicológica de los personajes, todas las reacciones, todos los matices, todas las entradas y salidas.

¡Qué magnífica obra! Lo que en estos últimos tiempos hemos podido decir de pocas extranjeras, de las que nos presentan las empresas comerciales constantemente, lo podemos decir con la boca llena acerca de este estreno nacional: ¡Es una pieza excelente!

La lotería de los cuatro magníficos papeles femeninos que contiene la pieza la cobraron Magda Guzmán, Andrea Palma, Lola Tinoco y Azucena Rodríguez. Otras dos actrices muy buenas, Celia Manzano y Diana Ochoa, están muy bien en papeles más cortos y más sencillos; otra, nueva, Alicia Saro, cubre discretamente uno de importancia secundaria; Eric del Castillo y Enrique Díaz Indiano llenan los dos papeles masculinos de la pieza, que son también complementarios, y sin problemas.

Pero los de las cuatro mujeres... ¡qué buenos papeles, y qué bien hechos!

Magda Guzmán es sin disputa, y ahora lo demuestra en forma que no deja lugar a dudas, la mejor actriz de su generación; ese lugar que han ido ocupando sucesiva y luego simultáneamente Virginia Fábregas, María Tereza Montoya, Isabela Corona, María Douglas, le corresponde hoy a Magda; dueña de un gran temperamento, y de una buena escuela, puede dar un gran rendimiento cuando encuentra un papel que le brinde esa ocasión; fue un gran acierto escoger a esta actriz para el papel de Piedad de Los sueños encendidos; ¿cuál otra habría podido resistir la gran escena del segundo acto, frente a una Andrea Palma crecida, agigantada, brillantísima, ahora que tiene no un papel episódico, como muchos que le hemos visto recientemente, sino uno de gran peso, de enorme responsabilidad?

Porque Andrea está eminente; la hemos visto perfecta, flotando por encima de papeles pequeños, en Nocturno a Rosario, en La torre sobre el gallinero, y magnífica en papeles cortos y lucidos, como el que hizo en Gigí o el que asumió en Mujeres calumniadas; pero hacía años que no le daban un papel estelar, un papel grande, de fuerza, un papel que no es de característica ni de complementaria, sino de estrella absoluta (una de las cosas valiosas de la pieza de Moreno es que, con ser tan brillantes estos papeles, no se hacen sombra unos a otros, no se opacan entre sí, sino cada uno luce por su lado en armonía con los otros, como en un sinfonía concertante): y Andrea aprovecha esta ocasión para demostrar cuán grande ha sido su modestia y cuán admirable es su humildad al aceptar, en teatro y en cine, papeles secundarios, cuando es en realidad toda una estrella, tan luminosa como la que más. Su gran escena del segundo acto, y todo el tercero, son excelentes; y dan ella y Magda Guzmán la admirable impresión no de que han memorizado la pieza, no de que la tienen bien estudiada, sino la de que todo cuanto dicen y hacen espontáneamente les sale del corazón (y éste es también uno de los méritos del autor, que tal sinceridad y tal verismo supo escribir en sus magistrales personajes).

Por su sinceridad, por su espontaneidad, por su energía en las escenas que la piden, por su matiz de personajes que van cambiando de un acto para otro. Andrea y Magda, Magda y Andrea, pónganlas ustedes en el orden que quieran, son dos triunfadoras en la obra de Luis Moreno.

Pero también alcanza un triunfo, un triunfo magnífico, Lola Tinoco, que tiene otro estupendo personaje; nos hizo recordar a una actriz admirable, a Amalia Sánchez Ariño; es un poco lorquiano ese personaje intruso en la familia, pero con voz y voto en ella; en el tercer acto tiene su gran solo, su escena de lujo; es una borrachera, las borracheras son tan agradecidas como peligrosas; Lola Tinoco saca la suya con perfección, sin abuso, sin mal gusto. Se la ha puesto Wagner muy atinadamente; ella, que es tan buena actriz (recuérdenla en Los desarraigados), se impone y se hace aplaudir su mutis.

Completa el cuarteto una actriz niña, Azucena Rodríguez; habían pensado en darle el papel a otra que es muy linda y promete mucho; pero nos atrevemos a dudar que hubiera podido con él: es un gran papel, con muchísimos bemoles; Azucena, que a su muy tierna edad es una veterana de las tablas, que se las sabe todas, da la medida: su entrada marca el despertar de la comedia, que hasta antes de esa escena se había ido en hojarasca; y luego, cuantas veces tiene una intervención, y las tiene frecuentes y de responsabilidad, acierta, sin desafinar en una sola nota, de manera que viene a unirse su voz al estupendamente armonizado conjunto, y su muy sincero, muy real, muy bien observado y muy vivo personaje pone una nota necesaria en el cuadro de una familia tan bien lograda, tan cierta, que nos parece que todo lo que antes hayamos visto en la materia (piezas de familia provincianas descontentas de su suerte y en las que alguien quiere escapar han sido el tema básico del movimiento luisapepinista), han sido esbozos, trazos, proyectos, el pedestal, formado por muchos ladrillos, sobre el que al fin ha sido puesta la estatua.

No habíamos tenido ocasión, en los últimos dos años, de aplaudir francamente a Fernando Wagner: desde Cada quien su vida, que fue un gran acierto suyo, nada había hecho digno de un gran elogio; ni su Mal de la juventud, ni su Llama sagrada, ni su Mi marido tiene complejos se distinguieron por una gran calidad. Tampoco nos pareció cosa del otro mundo su intervención en La locura del los ángeles; pero ahora, en Los sueños encendidos, ha dado en el clavo; ha entendido muy bien la pieza, ha sabido subrayar sus cualidades (ojalá le permitan despojarla de sus defectos, que él tiene ya bien localizados en el verboso primer acto), y ha podido dar a la interpretación una gran armonía, haciendo que quienes tienen papeles pequeños estén en ellos muy justos, y que se den vuelo quienes tienen los papeles grandes.

Para Fernando Wagner, esta vez, un aplauso muy ruidoso y muy reiterado.

Y otro para David Antón, que encontró el tono conveniente para el clima de la pieza en una escenografía eminentemente funcional, en la que se puso honradamente al servicio de la obra sin tratar de buscar un lucimiento propio que habría distraído la atención y roto el equilibrio.

Total, que en Los sueños encendidos, de Luis Moreno, todos triunfan, actores, actrices, director, escenógrafo, y, sobre todos, el autor, a quien recibimos con gran regocijo y beneplácito como un nuevo valiosísimo elemento en la lucha por dotar a México de un teatro propio. Y la Unión de Autores, que cuando sigue habiendo empresarios que niegan que existan autores en México, así se saca de la manga uno nuevo y desconocido, un niño casi, cuya obra, merecidamente, va a interesar aquí más que algunas que han llevado la firma de ilustres dramaturgos ingleses o franceses. Para Alfredo Robledo, alma de esta temporada, y el más fervoroso creyente en el teatro nacional, para las instituciones oficiales o particulares que lo ayudan y patrocinan en su notable esfuerzo, también un aplauso, y una felicitación muy entusiasta, porque esta vez han encontrado lo que buscaban.