Siempre!
| 5 de marzo de 1958
Columna Teatro
Estupenda actuación de María Tereza Montoya en El diario de Ana Frank de Frances Goodrich y Albert Hackett
Rafael Solana
Todo estuvo mal hecho el día de la inauguración del teatro Jorge Negrete;(1) no pensaron los organizadores de la ceremonia que se trataba de dotar a la ciudad de México de un teatro más, y, por cierto, un magnífico teatro, para el servicio de la vida cultural metropolitana, sino consideraron la cosa como una más de sus asambleas sindicales, a la que era obligatorio a los socios asistir; la gente invitada, en la que ni estaban todos los que son ni eran todos los que estaban, tomó la cosa no como un estreno, sino como un coctel, se salió en los entreactos, se dedicó al bacardí y convirtió en un fracaso lo que había muchos motivos para esperar que pudiese ser un éxito.
Ahora ya no están las cosas en ese plano; el estreno de la segunda obra no ha tenido en el teatro Jorge Negrete nada de sindical, como lo fuese la presencia, siempre amable, de miembros de la mesa directiva tan simpáticos y universalmente apreciados como los señores Finance, Palacios o Martínez de Hoyos; esta vez no se trató de una asamblea con jaiboles, sino de un estreno teatral; y esta vez la cosa ha salido redonda.
El éxito es franco, completo, de arriba abajo, todo triunfa; el local, que mucha gente no conocía, y que ahora conocerá, comodísimo, amplio, moderno, acogedor y grato (uno de los mejores vestíbulos de México), la obra, la dirección, la interpretación... ¡todo!
Ahora tendrán la señora Montoya, el señor Mondragón, el señor Landa, el éxito que merecían haber tenido desde la vez pasada, y que entonces no tuvieron.
No sentíamos ninguna inclinación por la obra El diario de Ana Frank; más exactamente diremos que la teníamos; una obra sombría, en un desván, magrosa, apretujada, triste, deprimente, lamentable, llena de hambre, de terror, de miseria, de angustia. ¡Cuántas veces hemos visto películas de judíos perseguidos por Hitler, y, hemos salido del cine con el alma en los talones! Francamente, eso de ir al teatro a sufrir, ir a pagar porque le apachurren a uno el alma, es un masoquismo del que no participamos.
Pero... ¡Qué distinta resulta la obra de lo que esperábamos! ¡Qué magistral dirección la de Ricardo Mondragón –pensamos sinceramente que la mejor de toda su vida de director– que hace leve lo pesado, luminoso lo sombrío, grato lo ingrato!
La mano mágica del director ha transformado esta obra doliente y lamentosa en una comedia dramática en que está todo equilibrado con tal arte, que ni lo profundo pierde profundidad, por su contacto con lo amable, ni lo doloroso lo es menos, sino más, por su contraste con lo amable de la vida. El talento del director, que ha matizado la obra ricamente, permite que en aquel oscuro desván de un edificio comercial en Amsterdam entren no solamente el dolor, la desesperación, la tragedia, sino también, revueltas con ello, algunas de las cosas amables que tiene la vida: el amor, la bondad, la fraternidad, el buen humor, la alegría, esa alegría del vivir que es tan necesaria, y a la que Beethoven dedicó la mejor de todas sus sinfonías, escrita justamente en algún desván, entre la enfermedad y la miseria, y la guerra, en un ambiente seguramente semejante al de este tapanco de los Frank que ahora conocemos; creemos que ninguna interpretación mejor pudo darse a la obra de Frances Goodrich y Albert Hackett; un tono jeremíaco de principio a fin, intensamente trágico, patético, habría hecho la obra insoportable; habría sido una losa sepulcral de peso insufrible; ahora es una obra leve, interesante, provista de buen número de válvulas de escape para las emociones del espectador, que respira, sonríe, se interesa, y queda así preparado para recibir más hondamente las sensaciones dramáticas, contra las que insensiblemente se va preparando una coraza, una defensa, en las obras que desde el primer momento se muestran desagradables, ásperas y duras, como algunas de O´Neill que hemos conocido recientemente.
La obra es muy bella: y contiene un mensaje de confraternidad, de amistad humana, de esperanza, que debe ser por todos escuchado; es una obra significativa, no solamente de enfrentamientos, sino de enseñanza moral, como quisiéramos que fueran muchas más; una obra que deja algo, un sedimento, una semilla, en el espectador; que lo enriquece espiritualmente; pero pensamos que si ese significado brilla, que si ese mensaje se escucha claramente, en mucho se debe a la muy feliz dirección de Ricardo Mondragón, que esta vez se ha mostrado no solamente hábil y experto manejador de actores en escena sino inteligente intérprete de las ideas de los autores y vibrante vehículo transmisor de ellas.
Para Mondragón, pues, el más fuerte aplauso de la noche, pues ha sido la suya, a nuestro juicio, una dirección estupenda.
La Montoya vive para tapar bocas de sus detractores; ella es un pararrayos que atrae comentarios de todas clases, y mientras hay quienes la elogian sin medida, hay quienes todo se lo censuran y critican; entonces ella da un paso más en su carrera, y asciende siempre, y siempre tapa alguna boca de algún descontento o algún desconocedor de ella.
La censuraron alguna vez como a una actriz anticuada (por su apego a Niccodemi, a Andréiev, a Benavente... que fueron modernos en la época en que ella los hizo), y ella pudo demostrar que es la más moderna de todas nuestras actrices, la introductora en nuestro medio de Cocteau, de Pirandello, de Lenormand, de O´Neill (¡cuántos años hace que ella lo hizo!), de Coward, y, si no la introductora, una activa popularizadora de García Lorca; la criticaron por su xenofilia (autores italianos, rusos, españoles, franceses) y pudo demostrar que nadie ha impulsado el teatro de autores mexicanos en mayor medida que ella, ni nadie ha lanzado a tantos nuevos, aun con riesgos como el que corrió hace poco; la acusaron de vedettismo, de querer brillar sola, de opacar y apantallar al resto del reparto (pero ha trabajado al lado de Soler, de la Fábregas, de Gómez de la Vega, de la Grifell, que son gentes a las que no es posible apantallar), y ahora la vemos modestísimamente quedarse en la fila de atrás a la hora de dar las gracias, repartirse un papel secundario, de los muchos de una obra y permitir que los reflectores enfoquen a una actricita nueva, que ocupa el centro de la escena, que lleva el papel titular y el de más responsabilidad de una obra.
Pero una gran actriz sigue siendo una gran actriz en cualquier parte del escenario en que la pongan, y la Montoya no ha abdicado su trono por hacer esta vez un papel humilde, uno de tantos en la obra; su maestría brilla en cada frase que pronuncia, y a la que da toda la intención debida (esta vez, principalmente, una intención humorística, pues su personaje, aun siendo en el fondo tan trágico como todos, no carece de matices cómicos, amables); pero no se crea por esto que ella ha querido hacerse notar en su papel chico, brillar, llamar sobre sí la atención; por el contrario, con un profesionalismo y un amor al arte que mucho la honran, llena su hueco en el rompecabezas, toca su instrumento en la orquesta, ocupa su rincón en el cuadro, sin desequilibrar nada, sometiéndose al segundo término en que se la necesita. He aquí una actitud artística digna del mayor aplauso, y que viene a ser un gran ejemplo; la actriz que es el as de la baraja teatral mexicana accede a tomar una posición a la que se resisten furiosamente muchas sotas.
Pero no están solamente en manos de María Tereza la maestría y la grandeza artística, en esta pieza; también trabaja en ella Miguel Manzano (antes para darle el título del mejor actor del teatro mexicano pensábamos un momento en don Fernando Soler y en don Alfredo Gómez de la Vega; ahora ya sólo podemos pensar en don Fernando, que hace poco teatro y mucho cine); desde los últimos del Ideal, y luego en el Arlequín, y en el Bon Soir, Miguel Manzano ha hecho creaciones que justifican el título que insistimos en darle; en La hora soñada, en Noche deliciosa, en muchas otras piezas, ha dado cátedra; la da también ahora en su papel de señor Frank; no puede estarse más justo, más ponderado, más exacto; hace olvidar su absoluta falta de tipo para el papel (que les habría venido muy bien a Valero o a Germán Robles).
La interpretación que Miguel Arenas hace de su personaje es muy posible que divida las opiniones; habrá quienes le encuentren sobreactuado, aparatoso; nosotros creemos que es interpretado así ese tipo como acierta; alguien tenía que recordar allí, por formas exteriores, por símbolos teatrales, que se trata de judíos; Arenas hace uno verboso, torrencial, gesticulante, como suelen ser los de cierta edad, y eso es clásico en el teatro hebreo de todas las naciones; hasta se quedó corto, pues bien pudo usar camisón por pijama y quedarse con el sombrero puesto hasta para desayunar, y todo eso hubiera sido aceptable; una nota de color, en un ambiente en que no incurren en ellas ni la Montoya ni Manzano, ni Alicia ni Barroso, y en que hasta hay alguien que está francamente opaca y descolorida: Bertha Cervera; para nosotros, Arenas, con todas sus gesticulaciones y sus entonaciones disonantes, da en el clavo, y contribuye con su nota pintoresca, necesaria, a matizar convenientemente la pieza.
Ricardo Pardavé y María Teresa Mondragón tienen dos papeles cortos y marginales, que les permiten poco lucimiento; pero ese poco lo alcanzan: Teresita contagia su entusiasmo en una escena movida e intensa del segundo acto.
Debutan en esta obra en el teatro profesional dos jóvenes artistas israelitas, que ya hicieron sus primeras armas en su elegante y suntuoso club, que cuenta con un teatro excelente: ellos son Abraham Stavans (antes Stavchansky) a quien hemos visto en el CDI(2) en varios papeles, siempre bien, y a quien ahora vemos en plan de medirse con lo ases, después de haber perfeccionado sus estudios en Nueva York, con Elia Kazan, en la escuela de la que han salido Marlon Brando, Marilyn Monroe, Paul Newman, y muchos otros buenos actores y Rebeca-Pupko, una joven actriz que ya hizo esta misma obra, en yiddish, una decena de veces; y del éxito que allí obtuvo nació en Mondragón y en la señora Montoya la idea de presentarla al gran público en un teatro con una taquilla abierta a todo el mundo.
El papel que hace la señorita Pupko es el más importante de la obra; y lo hace bien; sería exagerado y hasta perjudicial para ella el hacerla creer que constituye una revelación sensacional, o que proyecta sombra sobre los artistas muy fogueados con los que alterna; pero sí es una sorpresa para todos el verla desenvolverse con aplomo entre los lobos de las tablas; ella consigue dar todas las emociones requeridas a su papel, aunque su voz, un poquito aguda y fuerte, no sea del todo grata; mucho paquete era para ella sacar la obra adelante, teniendo sobre sus hombros todo el peso; y lo cierto es que la saca.
La escenografía, de Galván, perfectamente adecuada a la obra; la traducción, de Elsa Larralde, correcta.
La impresión del público la noche del estreno de El diario de Ana Frank fue magnífica: una obra excelente impecablemente montada, dirigida con acierto supremo, interpretada con brillantez; deberá constituir un éxito de taquilla.
Notas
1. El 5 de abril de 1957 con Malintzín de Jesús Sotelo Inclán. Ibid.
2. Centro Deportivo Israelita.