Siempre!
| 22 de enero de 1958
Columna Teatro
La llama sagrada de Somerset Maugham, dirige Fernando Wagner
Rafael Solana
Al prestigiado director y venerable maestro de teatro don Fernando Wagner le ha sido descubierta una nueva afición que no sospechábamos en él, un gran entusiasmo por la arqueología; el año pasado desenterró una extraña pieza alemana como él, que nos pareció pasadísima de moda, El mal de la juventud, y este año lo ha iniciado con la exhumación de una pieza inglesa que tampoco se ve ya muy fresca; necrofilia se llama este vicio de sacar de la tierra a los muertos y comérselos, que padecen los chacales y las hienas, y en términos de código penal tiene el nombre de profanación de tumbas.
¿Qué necesidad había de regresar al pasado en busca de una pieza para abrir la temporada del teatro Sullivan, si cada mes la revista World premieres, que edita el Instituto Internacional del Teatro, nos proporciona largas listas de piezas nuevas que se estrenan en Francia, en Italia, en Inglaterra, en Estados Unidos, en Holanda, en Suecia, en Japón, en Grecia... y también en México?
Pues al pasado volvió sus ojos Wagner para desempolvar, o tratar de hacerlo, La llama sagrada, de Somerset Maugham, una pieza de la que don Armando de María y Campos, el más sabio historiador del teatro que tenemos en México, nos informa que fue estrenada hace un buen cuarto de siglo, en su traducción española, aquí, por doña Virginia Fábregas en el papel que ahora hace Virginia Manzano, doña María Tereza Montoya en el que le dieron a Martha Valdez de jovencita, y doña Aurora Walker, una de las Walkirias, en el de enfermera, repartido en esta ocasión a Margot Wagner, una actriz que, como la Valdez, todavía no había nacido en la época en que ya el público mexicano aplaudía esta pieza. Se aburría con ella.
Por dos motivos ha envejecido notablemente esta pieza en los 25 años transcurridos desde que fue dada a conocer al público mexicano: porque el género policiaco ha operado sobre los espectadores como el diclorodifeniltriclorocetano sobre las chinches, es decir, acostumbrándoseles, y haciendo que exijan dosis cada vez más fuertes, pues las que primero les hacían efecto después ya no les hacen nada, y porque, como con mucha inteligencia observó el crítico Luis G. Basurto, los problemas que la pieza plantea perdieron actualidad y dejaron de estar de moda.
Hace 25 años todavía el público era inexperto en cuestiones policiacas, y era fácil engañarlo, escondiendo al culpable de un asesinato de tal manera que nadie sospechara quién era; pero los novelistas, los dramaturgos y los cinematurgos han hecho una explotación tan a fondo del género, que casi han agotado ya todas las sorpresas posibles, y el público ha adquirido un formidable olfato para descubrir los misterios; en una pieza como la de sir William Somerset, tan inocentona, a medio primer acto se sabe ya lo que va a pasar, y a medio segundo acto, cómo pasó, y las charlas resultan superfluas, tratando de descubrir un secreto que es ya del dominio del público.
En cuanto a los hondos problemas sociales, la eutanasia, el complejo de Yocasta, el amor libre, el imperativo del sexo, y otros que en la pieza se ventilan, todos son viejos, todos suenan a cosa muy machacada ya. El resultado es que la obra, con llevar la valiosa firma que lleva, interesa poco, porque nos aparece empolvada, envejecida; y es horrible esa época por la que pasan las obras teatrales y los muebles, en que ya son viejos y todavía no son antiguos; hay una gran diferencia entre ser una antigüedad, lo que puede tener algún valor para historiadores, estudiosos o coleccionistas, y ser una antigualla, que no tiene ningún interés para nadie.
El atractivo de una pieza así, podría estar en una excelente interpretación; pero en esta ocasión Fernando Wagner ha reunido un conjunto heterogéneo; no se trata de una compañía bien armonizada, sino de un grupo de personas de diferente extracción artística, y en distintos escalones de la carrera, unos de subida y otros de bajada. No hay unidad de tono en la interpretación, en la que cada uno tira por su lado, como si hubiesen sido más fuertes las personalidades de los actores que el freno del director.
En este cuadro, Virginia Manzano, que es una actriz excelente, de gran escuela y de larga experiencia, brilla como una reina. Su actuación la noche del estreno no fue exactamente perfecta; ella misma reconoció que bajó excesivamente algunos tonos, lo que en ella es un error frecuente; tampoco dio la edad, avanzada, que pedía al autor; hace una madre todavía muy eterna, muy joven, y muy guapa, que no es exactamente la adusta y valerosa anciana concebida por el autor en un purísimo estilo Reina Victoria; el autor la olvida largos cuartos de hora, como hace con los demás personajes, inmóvil y muda en su lugar del escenario, como si fuese una parte de la decoración; pero cuando al fin habla, lo hace con enorme autoridad escénica, con aplomo, con justeza, con profunda intención; da cátedra; se siente desproporcionada entre los otros, como una majestuosa gallina en medio de su nidada de polluelos. Está, además, muy discretamente vestida, cosa que no le ha ocurrido siempre.
Martha Valdez, que es una muchacha muy linda, luce su envidiable juventud y su belleza, que por momentos recuerda la de Ava Gardner; no está todo lo despampanante vestida que de la firma de Valdés Peza esperábamos; y la noche del estreno se mostró nerviosa e insegura de sus líneas, al grado de tropezar en ellas media docena de veces; sus males se curan con esta sola medicina: experiencia; son cucharadas que hay que tomar con regularidad durante un cierto número de años y producen seguro alivio.
Margot Wagner, cuyo papel nos ha parecido de una importancia tal que no creemos que esté del mismo tamaño que cuando lo estrenó la señora Walker, lo dice bien; pero con cierta dureza en algunas escenas en las que habríamos esperado alguna ternura; ella lo ha interpretado como de villana; pensamos que olvidó que se trata de una mujer enamorada; vio más lo policiaco que lo romántico que hay en su personaje; es de todos modos, de lo mejor que le hemos visto.
Carlitos Fernández, que abre la pieza, arrancó en un tono muy alto, como si estuviese acostumbrado al teatro al aire libre; luego fue bajando y culminó con una convincente escena de lágrimas; pero es demasiado joven para el papel (alguien observaba: representa 20 años, y se casó hace ocho... era un niño prodigio), y se tiene la impresión de que hace estas cosas sin entusiasmo, como concediendo, como haciendo notar que tiene la bondad de ir al teatro comercial cuando su verdadero clima es la poesía en voz alta.
A Eduardo Noriega le vimos algo inexpresivo y frío, tímido, conservador; pensamos que tal vez habría sido mayor acierto poner en ese papel a Carlos Agosti, que se ve más suelto y más experto, y que no tiene oportunidad de lucir en su incoloro médico; Antonio Bravo, aunque la experiencia le sobra, no estuvo feliz la noche del estreno, en que tuvo entonaciones de “cabotin” y no logró dar ese cierto encanto personal que tendría que haber tenido su personaje para justificar algunas situaciones.
Toño López Mancera al menos tuvo el buen gusto de ahorrarnos una biblioteca más, de las muchísimas que ya hemos visto en las obras de crímenes; intentó dar aire inglés a la pieza con media docena de platos.
Tenemos noticias de que al público sencillo le ha gustado la obra, y seguramente los artistas primerizos que la noche inicial se mostraron nerviosos, habrán ido mejorando después. La llama sagrada no escribe ninguna página de oro en el progreso del teatro en México, pero tampoco es ningún churro; bien escrita y bien traducida, correctamente dirigida y bien puesta, puede verse, pues si a nadie entusiasmará, tampoco creemos que defraude a nadie.