Siempre!
| 18 de septiembre de 1957
Columna Teatro
Viaje de un largo día hacia la noche de Eugenio O´Neill, dirige Xavier Rojas
Rafael Solana
Una ovación premió la entrada a escena de Isabela Corona, la noche de la centésima representación, en el teatro del Granero, de la obra El viaje de un largo día hacia la noche; la mitad de los congregados ya había visto a la gran actriz tapatía en esa obra, y la otra mitad ya había escuchado, de labios de personas dignas de crédito, los más desbordados elogios acerca de la actuación que en el papel de Mary Tyrone ha logrado. Había esa noche una concurrencia muy buena en todas las sillas y en todos los escalones del simpático, acogedor, íntimo y no poco caluroso teatro; era, para la Corona, una verdadera serata d´onore.
Esta obra ha impresionado notablemente a los críticos, que han puesto por las nubes a la pieza, a su director, Xavier Rojas, y a casi todos sus intérpretes. Ese enorme entusiasmo, por motivos de sensibilidad personal, no es compartido por el autor de esta columna, que encuentra la obra excesiva, desmesurada, apantalladora, y a los artistas, delirantes. Xavier Rojas, gran director, realización magnífica, uno de los de mérito mayor entre los de su generación, en la que no faltan los talentos, ha mostrado una gran preferencia por las obras que entre los cantantes se llamarían "de bravura", piezas fuertes, de gran aliento, en las que caben las situaciones violentas y los gritos desesperados; pero la pieza que escogió esta vez es toda ella un grito ensordecedor, toda ella una situación violentísima; se ha acostumbrado poner el Laocoonte, de Lessing para acá, como ejemplo de un cierto tipo de arte rebuscadamente dramático, efectista, retorcido y abusivo; pues bien, el Laocoonte tiene la serenidad de un Auriga de Delfos si se le compara con El viaje de un largo día...; todo lo que se haya hecho hasta ahora, en la ópera, en la novela (incluyendo Los miserables o Los misterios de París), en el grandguignol, es nada si se le equipara con El viaje, Eugene O´Neill ha llegado en esta pieza no sólo al uso, a fondo, de todos los recursos horripilantes (sin necesidad de llegar al derramamiento de sangre, pero dejando eso muy atrás), y de todos los efectos nauseabundos, sino que ha penetrado abiertamente en el terreno del abuso; cuando parece que nada puede presentarse ya más abyecto, más cenagoso o más pútrido, los personajes dicen, como recordando algo que se había quedado al autor en el tintero; "¡Ah, y mi padre también era un borracho!" y el otro contesta, como en una competencia: "Pues el mío no se quedaba atrás, y además de tuberculoso era avaro", o lo que sea.
No es una obra teatral, sino un museo de los horrores esto que con su maestría indiscutible compuso Eugene O`Neill como su despedida del mundo; al abrir su ataúd para buscar su testamento literario, sólo salió esta fétida caterva de gusanos. Putrefacción, hedor, miseria, horror, vicio, enfermedades, avaricia, inmoralidad, son las tinas en que mojó sus pinceles el dramaturgo. ¿Qué quiso decir? ¿A dónde quiso llegar? ¿Hizo una obra bella? ¿Contribuirá con ella a hacer más hermosa, o más llevadera, la vida, a los ojos de quienes la lean o la vean representar? ¿Contiene una enseñanza moral, una advertencia? ¿Sostiene una idea, combate por una tesis? ¿Es bella? ¿Es buena? ¿Es justa ¿Es, siquiera, cierta?
Es... horripilante, nada más; las emociones que se encuentran en ella son del tipo, a nuestro juicio, secundario, de las que se encuentran en la montaña rusa, o a veces en las peleas de gallos o en las corridas de toros muy sangrientas; se contrae el diafragma ante cada nuevo horror, y se está deseando salir al aire fresco a respirar, y tropezar pronto con alguna persona normal, así sea la acomodadora. Está habilísimamente hecha, pero sin lo más difícil de tener, que es un sentido de la medida, un buen gusto que indique cuándo se ha llegado a un punto de equilibrio; sin esa sofrosine que tenían los griegos, aun en sus tragedias más horrendas y sanguinarias. Si hay obras frívolas, superficiales, perfumadas, que se parecen a comerse un helado, y otras algo pesadas, pero sustanciosas, que se pueden comparar a comerse una fabada asturiana, y otras insustanciales pero picosas, como chilaquiles o mostaza, ésta sólo podemos compararla con el festín de los chacales que se comen las partes más podridas de los animales muertos días antes, lo que dejaron las moscas verdes, lo que no quisieron los zopilotes.
Isabela Corona es una de nuestras más grandes actrices, y el público la adora; en realidad la gente estaba esperando que hubiera una oportunidad para tocarle ovaciones fuertes; no pudo ser en Macbeth por extrañas circunstancias; tampoco en Ana Lucasta, papel que no le venía muy bien, ni menos en Los héroes no van al frente, papel que absolutamente no le venía; estuvo maravillosa en Breve kermesse y por desgracia se enteró poca gente; de modo que en realidad desde El niño y la niebla no tenía un triunfo grandioso; y ya todos queríamos que lo tuviera.
Su creación del personaje de una morfinómana es laboriosa: muy trabajada, muy llena de tics, vigilada en cada paso, en cada guiño, en cada palabra; la gran actriz está presente en el temblor de cada sílaba y en el desarreglo de cada mecha: ni con el pensamiento nos opondremos a que críticos premien este gigantesco esfuerzo con el diploma a la mejor actuación del año; sin embargo... Isabela misma sabe todo lo que hay de puro oficio en la composición de este personaje, cuyos matices de humanidad vienen a quedar sepultados debajo de la espesa capa de signos exteriores de enfermedades nerviosas que constituyen todo el oropel del personaje; ya a Frank Sinatra y a Daniel Gelin les festejaron mucho, en el cine, personajes así (pero no a Virginia Manzano, cuando lo hizo en El cuadrante de la soledad, en el estilo en que hacía Celia Tejeda su sketch de la mariguana); Isabela emplea a fondo su profesionalismo y su experiencia, y nos apabulla con su maestría; pero la escena final de la obra no la deja dar la nota aguda que todo parece haber preparado; la obra cambia de tono, no puede sostenerse, en esa escena final que venía amenazándonos con ir a ser tremenda...
Estamos de acuerdo en que la actual generación de aficionados al teatro debe ver a Isabela en El viaje para saber lo que tenían que hacer las actrices en una época (¿se acuerdan de la Montoya en Frenesí?); pero... posiblemente no vuelva a haber escenas como esas en el teatro, nunca más ¡Así sea! Contra lo que pudiera esperarse, el papel central de la obra es de actor; el que lleva el peso es Augusto Benedico; su parte es todavía más ardua, más fatigosa, que la de la primera actriz, que es también en tour de force; Benedico grita desde el primer cuadro, y sigue haciéndolo cada vez más fuerte, en un tono más hondo, más largo y más ancho, hasta tronar el bosque con sus rugidos; suda como un estibador, porque es el suyo un trabajo de tan grande intensidad física como psíquica; el que se crea que porque se levantan a las dos de la tarde los actores trabajan menos que los peones camineros, que vaya a ver a Benedico ganarse el pan con el sudor a chorros de su frente.
Por cierto, Benedico está en todo momento a la altura del pesadísimo papel, que es el de un actor muy famoso, y además muy borracho, y que requiere que se sea ese actor, y que se dominen todos los matices de la borrachera escénica, pues no se trata de fingirla unos minutos, sino de sostenerla dos horas con gran variedad de grados y matices; hacer borrachos en el teatro, como morfinómanas, como locos, es... laborioso; requiere un cierto grado de dominio del oficio; pero esa laboriosidad tiene su premio, pues el público nunca deja de conmoverse con estas arduas creaciones, que suelen ser premiadas con tan atronadores como merecidos aplausos.
Benedico tiene en El viaje, con mucho, el triunfo más grande de su vida; y cada noche la satisfacción de haber superado una prueba muy áspera; también ha sido muy elogiado por los críticos el joven actor Jorge del Campo, que muestra también soberbias facultades físicas; su garganta de tísico hace en todo momento temblar una casa en la que se oyen las pisadas de una enfermera, pero en la que se supone que no se oyen las espantosas gritas capaces de romper los cristales; José Alonso hace otro papel de borracho desagradable y llega a ser todo lo antipático que su simpatía personal le permite llegar a ser; pudo ser escogido para el papel otro actor que le causase al público más auténtica repugnancia; Alonso toca mejor la cuerda de los galanes; y completa el reparto, en un papel sin asidero, la descolorida Nancy Cárdenas. Ni la escenografía(1) ni el vestuario sostienen la impresión, buscada con unos cuellos postizos y la colita de una bata, de que estemos en 1912. El estilo de la obra pedía mayor realismo.
Aconsejamos ver El viaje de un largo día hacía la noche como una obra importante, y como una producción teatral destacada; pero advertimos a los espectadores que deben ir preparados para pasar un mal rato. La pieza pensamos que es la última de una amarga época, que se inicio con Espectros, de Ibsen, y que ya no puede ir más allá; es el apoteosis de la escatología, del morbo y de la purulencia; no volveremos a ver nunca personajes tan ruines, tan abyectos, tan mal hablados ni tan podridos (pues las piezas de Luisa Josefina no alcanzan a tener estos tamaños ni esta fuerza, aunque pretendan seguir la misma cuerda); pensamos que este viaje liquida un burdo materialismo (todos los problemas son de materia: alcohol, morfina, bacilo de Koch, kilovatios, dólares, si se nos permite incluir a los microbios y a la energía eléctrica en las cosas materiales; por lo menos, espirituales no son). Esa explicación de "soy borracho porque mi madre lavaba ajeno" es ya un tópico en la literatura yanqui, y la han dado los gansters de muchas películas, ¡despidámonos de esta literatura dramática para siempre, apurémosla en su más concentrada y amarga manifestación!
Y aplaudamos el hercúleo esfuerzo de Isabela Corona, de Augusto Benedico, y de los otros actores, y el del director Xavier Rojas, que se ha tomado la pesadísima responsabilidad de darnos a tomar este revulsivo, y cada noche, ya cien veces, sufren la agotadora fatiga de meterse por unas horas dentro de esos aterradores personajes.
Notas
1. A cargo de Antonio López Mancera. P. de m. A: Biblioteca de las Artes.