Siempre!
| 27 de febrero de 1957
Columna Teatro
El juglarón de León Felipe, dirige Edmundo Barbero
Rafael Solana
Una de las ovaciones más largas, más sinceras, más entusiastas y cariñosas que se hayan oído jamás en teatro alguno de México, fue la que un público formado en su mayor parte por admiradores y amigos tributó al gran poeta español León Felipe Camino, la noche del estreno en el teatro Moderno de su obra El juglarón(1), formada por ocho cuentos que adaptó para la televisión, el año pasado, por encargo del productor Lou Riley, y que ahora presenta hilvanados por un bufonesco personaje (todo hace pensar que sea él mismo) para quien escribió las que son sin duda las más bellas líneas del espectáculo, y tal vez las más bellas que en escenario alguno de México se hayan escuchado recientemente, puestas en el más rico y sabroso vocabulario castellano, ritmadas y rimadas por la mano maestra de un poeta consagrado, y cargadas de un contenido poético que no es usual encontrar en los teatros. El prólogo de El juglarón reserva a los aficionados que sepan catarlo una de las emociones estéticas más fuertes y altas que uno pueda esperar de un espectáculo teatral; es, con ser toda la función muy buena, lo mejor de ella, con mucho; el que llegue al juglarón cinco minutos tarde, tiene que volver, porque se ha perdido lo más interesante.
Se quisiera oír y volver a oír, leer y volver a leer ese prólogo en que León Felipe se muestra más poeta que nunca; lo dice muy bien Barbero, el director-actor que se repartió el personaje; y es delicia pura cómo suena el verbo español manejado por el artista, y es una fiesta de intelecto el saborear lo largo de los dos actos en que se divide la obra, cómo juega con las ideas, haciéndolas brotar y girar con vivacidad pirotécnica. Luego, a representación, varias veces el funambulesco personaje interviene, comenta, narra o salpimienta.
Los cuentos en sí, están bien narrados, y fueron escogidos con tino; algunos de ellos son muy conocidos, no sólo porque ya los pasaron en el programa de televisión para el que fueron adaptados, sino porque eran célebres antes; hay un popularísimo episodio del Quijote, hay una escenificación de The gift of the Magi de O´ Henry, hay una aguda y amable anécdota de Riva Palacio, y un pintoresco relatillo de Valle Inclán, y algún romance muy antiguo, y una historieta medieval de aquéllas a las que rastreó su ascendencia arábiga don Marcelino Menéndez y Pelayo en sus Orígenes de la novela; están barajados las épocas, los territorios y los géneros, de manera de dar al espectáculo una gran variedad. Todo resulta amable, grato, casi todo alegre, todo bien logrado, y eso salta a la vista, todo fosforescente porque lo tocó la mano mágica del poeta. León Felipe está a través de toda la obra, cualesquiera que sean los autores de cualquier edad o país en que va espigando.
Y además de León Felipe hay otro gran maestro en este espectáculo: Manolo Fontanals. Obligado por la moda en el teatro y por el género de su trabajo en el cine, Fontanals se ha incorporado a la escenografía "realista", es decir, en vez de hacer decorados que representen habitaciones hace las habitaciones mismas, como un arquitecto, un albañil o un decorador; pero ha soñado siempre con volver por los fueros de la fantasía en el teatro. Le molesta, dice, que se considere realista en el teatro el que los leñadores saquen hachas de verdad, y no de papel, cuando el bosque que van a derribar... es de papel. Y por años había suspirado por tener una oportunidad de hacer lucir su imaginación, su independencia, y su creación poética. Ahora lo ha conseguido. En El juglarón, Manolo Fontanals vuelve a ser, como escenógrafo, el artista que crea, y no el oficial que cumple, vuelve a hablar a la imaginación, a la fantasía, y no a los ojos o al tacto; resuelve problemas, pues no solamente cada uno de los ocho cuentos tiene un clima diferente, sino algunos requieren pluralidad de escenarios (lo que no es difícil de dar en la televisión o en el cine, pero representa algunos acertijos en el teatro); hay exteriores que se convierten en interiores en un segundo. Y todo está resuelto con enorme talento por el escenógrafo, a pesar de que es notoria, casi en todo momento, la limitación de los recursos económicos de que se dispuso.
León Felipe y Manolo Fontanals son los más grandes triunfadores de El juglarón; pero no los únicos; también hay que mencionar al director, que supo sostener el tono y el ritmo de la obra, a pesar de que no contó con un reparto lucido ni costoso; como recitador de versos también Barbero se apunta un éxito; sabe entenderlos, que es lo más difícil de todo, y también sabe pronunciarlos, lo que no deja de tener su importancia; es un valioso colaborador de la meritoria obra.
Justo es mencionar también a los patrocinadores; algunos españoles, amigos y admiradores de León Felipe, hicieron posible esta realización teatral; en nada pueden gastar mejor una parte de su dinero los españoles que lo han ganado en México, que en patrocinar espectáculos culturales, cuya difusión beneficia a nuestro país; y especialmente si esos espectáculos honran a España y a la cultura española; México, hijo cultural de España (aunque no quieran muchos, el gobierno inclusive) tiene que defender su patrimonio cultural constantemente, pues nos amenazan de cerca otras culturas, más vecinas, pero a las que nuestra sensibilidad es ajena; todo minuto de atención, toda hoja de lectura que se gana para la cultura española, se arrebata al box, al rocanrol, al jitterburg, al foot-ball americano, al hot-dog, a los cowboys y al ginger-ale, y defiende a nuestra raza, a nuestro idioma y a nuestras tradiciones. La obra de los españoles que en México patrocinan la edición de libros españoles o mexicanos, o la representación de obras teatrales mexicanas o españolas, es merecedora de elogio.
También aplaudamos a los artistas; fueron escogidos para El juglarón, muchos muy modestos; pero que cumplen satisfactoriamente; brilla en ese cuadro, por su talento y su simpatía personal, Tara Parra (o MacNair), que es un encanto, y luce su temperamento y su escuela Marichú Labra; en papeles superiores a su historial vemos a Alfredo W. Barrón y a Carlos Jordán; y los sacan; hacen sus primeras armas, o poco menos, Juan José Gurrola (¿es hijo del conocido publicista?) y Jorge del Campo, y otros más, cuyos nombres no retuvimos. Ulalume es bella y muy bien dotada para la escena. El niño Banquells, magnífico de vivacidad y simpatía.
La falta de renombre de los artistas del reparto es posible que haga que una gran parte del público se retraiga; pero irá corriéndose la voz de que se trata de un espectáculo de calidad; y, sobre todo, no harán oídos sordos las instituciones culturales, que tienen el deber de patrocinar espectáculos de esta naturaleza; la Secretaría de Educación, la Universidad Nacional, el Instituto de Bellas Artes; es su ministerio acudir a socorrer esta obra cultural benemérita, hacerla llegar a los estudiantes, y procurar que se mantenga en cartel el mayor tiempo posible, porque es fuente de la que sería saludable que bebiera todo el pueblo. El público selecto e inteligente que ya hizo de La mandrágora un éxito, debería asumir la obligación de hacer otro de El juglarón, que lo merece.
Actuación de Nadia Haro en Pigmalión de Bernard Shaw
A lo largo de los años en la práctica de su oficio, el cronista teatral se va viendo estrechamente ligado por los compromisos y pierde por completo su independencia; esos compromisos son de dos clases, los que adquiere con amigos y conocidos, actores, directores o autores, y los que adquiere con amigos desconocidos, sus lectores. A veces se ve en graves conflictos; resulta difícil cumplir con los dos compromisos; hay que quedar mal con algunos. ¿Con cuál?
El cronista, en este caso particular, quisiera con toda el alma tener la suficiente independencia para poder dejar plantados a los lectores y cumplir principalmente con los amigos, porque esos amigos son personas finísimas y encantadoras; pero... posiblemente a los amigos se les haga un mayor bien indicándoles, sin aspereza, sin grosería, sus errores, que alabándolos e incensándolos sin juicio, sólo porque son amables, atentos y simpáticos.
Pigmalión ha sido un error de los Haro Oliva, y será saludable señalarlo. El más grande de todos los que han cometido (que no han sido muchos) desde que inauguraron el teatro Arlequín, que tan rápidamente conquistó una clientela, y en el que el acierto mayúsculo ha sido La hora soñada.
Todos los artistas sueñan con alguna obra conocida para triunfar con ella; Silvia Pinal soñó con Ana Christie, y se salió con la suya al ponerla, aunque sólo fuese medianejamente; Carlos Riquelme, por lo visto, soñaba con emular a Leslie Howard, a quien vimos el papel en película, haciendo una obra tan ajena a su personalidad, a su carácter y a sus condiciones como Pigmalión; resultado: lejos de consagrarse, según era su sueño, Carlos Riquelme ha tenido el primer descalabro serio de su carrera brillantísima. Un verdadero Waterloo; y él mismo se lo ha buscado.
Fernando Wagner no era el director indicado para esta obra; Fernando está magistral en el movimiento de las obras multitudinarias (Judith, Cada quien su vida) pero las de matiz, las de hablar bien, no puede dirigirlas, porque tiene un concepto cuartelario del uso del idioma; no es posible perder la impresión de que la ha dirigido en alemán (recordemos Intriga y amor, allá en sus comienzos); los actores no articulan, sino estornudan las palabras; las obras no se dicen, sino se gritan; y ello resulta para el público de una sala chica espantosamente fatigoso.
Nadia no logra matizar los primeros cuadros; todo se le fue en rugir, en arruinarse la garganta en unos ásperos estertores, en unos jadeos enfermizos; después... después las risas las arrancó con el expediente, muy barato, de hacer sonar en medio de una supuesta sala inglesa, en que se ha hablado de libras, de peniques, de té, y se han pronunciado nombres propios de lo más londinense, palabras de un argot no cockney (allí está la dificultad de la traducción) sino propio de Tepito, mexicanísimo; hubo pues, adaptación, pero adaptación a medias... unas cosas se adaptaron y otras no... unas son de una época y otras de otra... unas de un país y otras de otro; el todo, una especie de plum-pudding con salsa borracha, o unos tamales con Worcester sauce; en resumen, una revoltura de mal gusto.
La idea de rendir homenaje a un gran escritor ya clásico, como Bernard Shaw, reponiendo una de sus obras más conocidas, no es mala en sí; hasta debiera aplaudirse a los Haro Oliva que escogieran del repertorio universal una obra ilustre, en vez de sacar uno más de los vodeviles de Canale; pero la realización esta vez ha sido infausta; ni siquiera Eduardo Alcaraz acierta, en un papel, del que han sacado partido todos los que lo han hecho, pues está muy claro (Alcaraz hace el borrachín más sobrio que hemos visto en nuestra vida); y apenas, por señalar tino en alguien, diríamos que está justa de tono (más que de tipo) Maruja Grifell.
Bueno... no todo ha de ser acertar en esta vida; Nadia y Antonio Haro Oliva habían acertado hasta ahora siempre, y Riquelme también, y nos ha dado muchísimo gusto elogiarlos; hoy no caben los elogios... y nadie lo siente más profundamente que nosotros.
Olvidábamos mencionar a don José Luis Jiménez; así está de opaco y descolorido en ese papel de Pinkering, indigno de sus facultades.
Se reirá la gente con esa escena final del tercer cuadro en que Nadia dice con gracia unas cuantas atrocidades; pero esas risas no deben satisfacerla; el procedimiento para arrancarlas es burdo; ella sabe hacer, y ha hecho siempre, cosas muchísimo más finas.
Notas
1. El 8 de febrero. Tiempo, 13 de enero de 1958. A: Vertical CITRU- INBA.