Siempre!
| 15 de agosto de 1956
Columna Teatro
La hija de Rapaccini de Octavio Paz, dirige Héctor Mendoza
Rafael Solana
¡Con qué modestia, el licenciado Jaime García Terrés hace constar en los programas de mano de su segundo espectáculo Poesía en Voz Alta que está intentando hacer un teatro sin estrellas! ¡Pero qué falso suena eso, cuando uno va leyendo los nombres que figuran en ese mismo programa!
¿Sin estrellas? Será sin estrellas de cine; pero Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan Soriano, Héctor Mendoza, Leonora Carrington, son estrellas, y estrellas de primera magnitud, en los cielos por los que se deslizan, que son los de las bellas artes, la literatura, el teatro, la pintura, la poesía.
Octavio Paz es hoy uno de los hombres más valiosos de México; es el poeta más importante de su generación, y uno de los más notables del país y del idioma; sólo su corta edad le impide ocupar ya en la Academia el sillón que sin duda a tiempo le será entregado; sus libros, desde los más iniciales, Luna silvestre, Raíz del hombre, ¡No pasarán!, hasta los más recientes, El arco y la lira (tal vez el libro mexicano del año) o El laberinto de la soledad y Libertad bajo palabra, hacen fechas en los anales de la literatura nacional; y de la misma manera que hace unos cuantos años solamente la subsistencia del doctor González Martínez impedía proclamar a Carlos Pellicer como el más grande de los poetas mexicanos, hoy lo único que impide declarar que Octavio Paz es nuestro mejor poeta es que el que sigan vivos y trabajando, el propio Pellicer, Torres Bodet y Pepe Gorostiza, a los que recientemente ha venido a unirse el doctor Elías Nandino, que ha ido perfeccionando su calidad poética constantemente.
La entrada de un hombre así al teatro mexicano es un triunfo para el teatro, que conquista un gran nombre y un gran talento; una adquisición igualmente importante hizo el teatro nacional cuando el año pasado el mejor cuentista de México, Juan José Arreola, se decidió a escribir para la escena y con La hora de todos ganó un concurso nacional; Arreola ha quedado tan enamorado del teatro, que cuando no escribe anima temporadas, como es el caso actual de la Universidad y hasta participa en ellas como actor (nada menos que en tres obras, de las cuatro del programa actual, toma él parte, aunque como actor no pueda distinguirse por otra cosa que por su enorme entusiasmo).
Paz, Arreola; dos estrellas; pero son otras dos Juan Soriano y Leonora Carrington (no mexicana, pero incorporada a los movimientos artísticos nacionales); y ambos brillan en este programa, Leonora más como escenógrafa (su jardín de Rapaccini, aunque muy sucinto y esquemático, tiene ambiente, y borra la impresión de desasosiego que conservábamos del cementerio de don Juan Tenorio, que nos dio la misma autora en la sala Molière, hace un par de noviembres) y Juan más como diseñador de vestuario; el de El salón del automóvil es muy gracioso y los de las otras dos piezas, muy adecuados a ellas.
Y también el director, Héctor Mendoza, es una estrella; sus primeras obras como autor (Ahogados, 1952 y Las cosas simples, 1954), le valieron premios y éxitos de crítica; su primera obra de director conocida (La pesadilla, de Gorostiza el viejo, en Recursos Hidráulicos) hizo concebir grandes esperanzas (Héctor Mendoza tiene poco más de 20 años) y su manejo de personajes y escenas en La hija de Rapaccini y en las tres obras cortas que la acompañan nos entregan ya convertidas en realidad aquella promesa; Héctor Mendoza es uno de los directores teatrales de mayor talento, de mayor cultura, de sentido más moderno, de capacidad más amplia, entre todos los que, con méritos o sin ellos, se reparten hoy los escenarios de que la ciudad de México venturosamente ha ido llenándose.
La función inaugural del actual espectáculo de Poesía en Voz Alta(1) (ahora dudamos ya si es segundo o tercero(2), pero esa duda es fácil de disipar para el lector que ha seguido los acontecimientos) fue, además de un triunfo artístico, un gran éxito social; antiguamente, las funciones del teatro universitario sólo tenían un gran éxito social; de manera que algo se ha ido ganado. Había distinguidísimos personajes en el lunetario: ministros de Estado, gobernadores, embajadores, caudillos universitarios y soles de nuestras letras, de la pintura, del periodismo o del chisme. Desde cierto punto de vista, una sola función, ante tal público, tiene mayor resonancia, más trascendencia y más significación que 100 representaciones ante espectadores más inocentes y primarios; aunque no esté de moda considerarlo así, por motivos democráticos.
Bellamente traducidas, por el propio Octavio Paz, las tres primeras cortas obras, la de Neveaux (mucho mejores cosas suyas hemos visto antes en nuestros teatros), la de Ionesco (pronto veremos otras piezas cortas más interesantes que El salón del automóvil) y la de Tardieu, que, muy corta, muy ligera, sacada en tono de graciosa farsa por la excelente Tara Parra, fue la que más gustó de las tres y la que hizo reír de mejor gana.
Pero la gente iba a conocer La hija de Rapaccini, la primera obra teatral de Octavio Paz, un nombre que implica toda una grave responsabilidad, especialmente después de la resonancia que ha tenido en nuestro mundo de las letras El arco y la lira, ese libro magnífico.
Los actores que interpretaron La hija de Rapaccini harán figurar la fecha en su hoja de servicios, y con el tiempo podrán presumir: “Yo estrené la primera obra de Paz”; el mejor de todos ellos es, con mucho, Carlos Fernández, un actor muy joven, pero muy estudioso, y dotado de las mejores facultades; hace poco le llamaban “el Gerard Phillip mexicano”, por su tipo, eminentemente romántico, y que ni mandado hacer para esta pieza; todavía muy tierno y no cuajado físicamente, Carlos ha tenido la mala suerte de tener que enseñar casi siempre las piernas (acuérdense de él en La manzana, de León Felipe, otra obra poética) y en ese renglón no puede todavía competir com Wolf Rubinskis, ni siquiera con Nacho López Tarso, a quien, con buen acuerdo, sigue en sus tonos de voz (hay una escuela teatral que viene de López Tarso, pasa por Fernández, y va a desembocar en Castaño, como hay otra que viene de Dolores del Río y a través de Rita Macedo va a degenerar en Columba Domínguez, y otra que comienza con Isabela Corona y termina en Magda Guzmán... ¿no lo habían notado ustedes?); tampoco Arreola tiene muy buena figura para ese estilo de ropa; inmediatamente detrás de Fernández lucen María Luisa Elio (de García Ascot), guapísima, con unos ojos deslumbrantes, muy bien vestida, y sabiendo decir su parte con verdadero talento, y Manolita Saavedra, que se pone 100 codos por encima de sus talentos televisorios al encarnar a Beatriz, personaje al que sabe rodear del hálito de poesía que en él puso el autor.
Octavio Paz no da importancia al hecho de que la anécdota en que está basada su pieza La hija de Rapaccini sea de otro autor (Nathaniel Hawthorne) pues piensa que Shakespeare, Goethe, Corneille, Lope, muchas veces se inspiraron en un hecho ya utilizado antes en la literatura, y sin embargo toda la gloria de su creación escénica es de ellos.
El estreno de La hija de Rapaccini ha sido un gran triunfo para el teatro de la Universidad y para todos sus elementos organizadores y artísticos; pero, sobre todo, es una fecha para el teatro de México: la adquisición de uno de los mexicanos de mayor talento y de más sólido prestigio. Enriquecimientos como ése contribuyen a dar a nuestra escena nacional esa madurez de la que es perfectamente visible que va disfrutando.
Notas
1. El 31 de julio. Gaceta UNAM del 30 de julio de 1956, vol. III, núm.3. p. 2.
2. En el primer párrafo de esta crónica señala que es el segundo programa y la información es correcta.