Siempre!
| 14 de septiembre de 1955
Columna Teatro
Debut de Rita Macedo como empresaria teatral con Mala semilla de Maxwell Anderson
Rafael Solana
Ahora parece necesario dedicar la mayor parte del espacio al estreno, un par de días anterior al de Por el ojo de una aguja, de Mala semilla, la pieza de Maxwell Anderson con la que Rita Macedo ha debutado como empresaria, en el nuevo y lujoso teatro Fábregas.
En vez de decir si ese espectáculo nos gusta o no, proporcionaremos a los lectores elementos de juicio, para que se forme cada quien el suyo, con la súplica, a los que residan en la capital, de que mejor que atenerse a la opinión de nadie vayan y se formen una propia, asistiendo a alguna de las representaciones de esta obra.
Diremos, por delante, cuáles son las virtudes que encontramos en la representación de Mala semilla.
El primero de los atractivos de Mala semilla es Rita Macedo misma; a pesar de que su experiencia es corta y su juventud extrema, se ha convertido ya, esta señorita en una verdadera estrella pues tiene una personalidad acusada, una belleza deslumbrante, y un admirable gusto en el vestir, hasta podría decirse que peca de sobria en sus vestuarios, que le diseña Valdés Peza; la recordamos vestida estupendamente en Siete años de comezón, y ahora la vemos muy correcta, muy propia. Sin alardes detonantes, pero siempre muy distinguida en Mala semilla; y además de ser muy linda es una buena actriz, en el género muy moderno, americano, tal vez demasiado contenido y hasta frío, sin los excesos de las escuelas latinas.
Pensaríamos, en el primer momento, que Rita debiera escoger obras en las que brillara principalmente como mujer, exactamente como hace, digamos como un ejemplo, la encantadora Nadia de Haro Oliva; Rita, puesta a lucir su palmito, casi no encontraría aquí competencia; eligió, sin embargo, una obra en la que hace un papel de madre, que no subraya sus encantos; pero logró dar tan bien los momentos intensos y de emoción, que no puede criticársele la elección.
Otro excelente acierto es el de la niña Angélica Hartman, arielada en nuestro cine, una actriz completísima, la mejor infantil de mucho tiempo. Es también monísima, y acusa temperamento; otra niña(1), que no hemos visto, hace el papel otros días.
Consuelo Guerrero de Luna, una maestra del arte escénico, cada día mejor y más en su punto, se impone sobre la dificultad que para ella, tan madrileñota, representa el personaje de una sofisticada anciana yanqui; sabe pisar las tablas tan recio, suena su voz tan bien, hasta las últimas filas del teatro, que su actuación se agradece, a pesar de que diste ella tantas leguas de dar el tipo requerido por el autor.
Angelines Fernández se fuma la breva de la comedia, una borracha, con mucho truco, de ésas que son siempre agradecidas por el público; ella no se detuvo ante nada, hizo el papel como puede hacerse, cuando se tiene un colmillo muy duro, y se ganó ovaciones en sus mutis.
Lola Tinoco habló por derecho; y los demás del reparto estuvieron en televisión, y no en teatro; sobre todo Yerye Beirute, que hizo un Frankestein que no venía al caso, completamente de la época de Lon Chaney; en fin, así se lo habrá puesto Jesús Valero, que ya también se volvió más televisible que teatral.
Otra virtud: el decorado de Julio Prieto, estilo Arena, muy realista: y pare usted de contar.
Ahora van los defectos: ya apuntamos que la dirección no fue del mejor gusto, al hacer notar que Angelines y Beirute, sobre todo el último, están muy convencionales. Ahora digamos algo de la obra.
Si no nos lo hubiera jurado Rita Macedo, no habríamos podido creer que se trate de una obra estrenada al año pasado, por un autor tan celebrado como Maxwell Anderson; habríamos podido creer que era un sombrío melodrama del año ochenta, desempolvado el año veinte por algún anticuario, que intentó remozarlo metiéndole algunas alusiones a las teorías psicoanalíticas de Freud; tanto por lo que se refiere a esas teorías como lo que trata de las criminalísticas de la herencia y el medio ambiente; la obra huele a rancia desde lejos; su factura tampoco es muy moderna, puesto que tiene hasta monólogos (el soliloquio de Beirute parece de Quasimodo, en alguna vetusta adaptación de Nuestra señora de París); Anderson tuvo la imprudencia, o la falta de pericia, increíble en él, de telegrafiar todos los acontecimientos principales con 10 minutos de anticipación; siempre está el público al cabo de la calle de lo que va a ocurrir en el siguiente cuarto de hora, o de lo que ya ocurrió y los personajes van apenas a descubrir con gran sorpresa de su parte. En cuanto al argumento, es positivamente grandguiñolesco; una encantadora niña de ocho años que se suelta cometiendo fríos asesinatos; no nos extraña que hubiese, la noche del estreno, quien abandonara la sala, con gran cansancio, después del tercer muertito, y cuando ya estaba preparando el veneno para el cuarto.
La señorita Macedo fue a Nueva York, vio probablemente lleno el teatro en que estaban haciendo este culebrón, y se entusiasmó; como se entusiasmaría, por ejemplo, un empresario salvadoreño que viniera a México y viera un lleno en el Margo. ¡Qué lástima que su mamá, Julia Guzmán, famosa dramaturga, no le haya hecho notar que se trata de un melodramón anticuadísimo, exagerado y truculento! ¡También qué lástima que Julia, buena escritora, no haya cuidado algo más la traducción! En una lectura más detenida de ella habría podido mejorar frases como “me parece que no se parece”, o hubiera podido descubrir en el diccionario el verdadero sentido del latinajo ipso facto, que ella usa equivocadamente.
Puede decirse que lo que más vale la pena de la obra que está en el Fábregas es Rita Macedo y por ver a Rita Macedo puede irse allí; pero no nos extrañaría nada que hubiese gentes prudentes que esperaran, para ir a verla, a que cambiara de obra, ya que se trajo varias de su más recientes viaje a la Babel de Hierro ¡Ojalá que las otras no sean del horripilante corte de Mala semilla.
Notas
1. Se refiere a María Rojo. Currículum de la actriz, A: Vertical, CITRU, INBA.