Siempre!
| 25 de agosto de 1954
Columna Teatro
Macbeth de William Shakespeare, dirige Celestino Gorostiza
Rafael Solana
Mucho tiempo hacía que no disfrutábamos en México de una noche de estreno como la de Macbeth(1); el Palacio de Bellas Artes estaba lleno a todo su cupo, como en los grandes conciertos o en la más brillantes fuciones de ópera. Y el teatro de Bellas Artes completamente lleno es algo muchísimo más impresionante que el Caracol lleno, que el Ródano lleno, o que la Sala Chopin llena.
La gente no iba nada más que a ver Macbeth, obra que casi todo el mundo conocía ya, o en la lectura o en el cine. Se habían reunido muchas circunstancias que daban al acontecimiento un carácter especial y que despertaban una curiosidad expectante, no exenta de morbosidad: era un estreno teatral con ciertas emociones de corrida de toros.
Había habido muchísima chismografía. Por ejemplo: se había corrido la voz de que ese Macbeth eran una especie de prueba de fuego para Celestino Gorostiza. Gorostiza había dejado su renuncia como jefe del Departamento de Teatro del INBA encima de la mesa del nuevo director general del Instituto, licenciado Miguel Álvarez Acosta, y no había recibido ni la aceptación ni la devolución de esa renuncia. Y la gente del ambiente, dada al chisme, elucubró la versión de qué se esperaba el Macbeth para sostener a Celestino en su puesto, o removerlo; una versión infundada; pues Gorostiza tiene un prestigio demasiado sólidamente fincado, a través de 30 años de labor teatral, para ir a jugarse un puesto a una carta o para depender de un examen de esa naturaleza; pero sirvió esa versión, divulgada en el comadreo, para crear una atmósfera de peligro en ese Macbeth.
Luego había lo siguiente: Carlos López Moctezuma, un gran actor consagrado, abandonó el papel para irse a filmar a Buenos Aires, y el personaje central de la tragedia fue ofrecido a Ignacio López Tarso, un artista muy joven; la actriz Isabela Corona, de grande y sólido prestigio, exigió ir por delante en los créditos, a pesar de llamarse la obra Macbeth y no Lady Macbeth; pero la gente del mundillo teatral estaba tan segura de la calidad de López Tarso, a quien vimos el año pasado en La Celestina, Las Mocedades del Cid, y Don Juan Tenorio, y este año en La discreta enamorada, Reina después de morir y Moctezuma II, que se creó un clima de mano a mano taurino, y muchos iban con la morbosa idea de que verían al joven artista comerse viva a la actriz consagrada, y vengarse sobre el escenario de la humillación en los créditos; en el último momento todavía surgió un chisme más: se supo que Isabela Corona había peleado con León Felipe, el parafraseador; y unos iban a ver cómo la gran actriz trágica "destrozaba la obra", según profecía del poeta de las proféticas barbas, y otros a defenderla y aplaudirla contra lo que consideraban injusta agresión de un anciano de cerebro ya reblandecido.
Todas estas pasiones hervían en el lunetario de Bellas Artes como en el caldero de las brujas antes de levantarse el telón para Macbeth; se esperaba todo: inclusive que León Felipe vociferase desde la luneta algún destemplado adjetivo como aquel de "imbéciles" que profirió cuando se estrenaba otra paráfrasis shakespearina debida a su pluma. Se confiaba en que iba a haber escándalo.
Pero no lo hubo. León Felipe desistió de asistir al estreno (pero mandó a su esposa arrepentido de su arrogancia y con una rama de oliva en el pico de la embajadora y mensajera); López Tarso tuvo un gran triunfo personal; pero no aplastó a la Corona que estuvo magnífica. Y Celestino redondeó una excelente postura en escena que le afirmaría en su puesto sólidamente, si no estuviese ya firme en él desde antes.
Lo que se esperaba que fuese, por su clima y por sus incidentes, una corrida de toros, resultó solamente una representación teatral, una muy buena representación... pero nada más que eso.
Vamos ahora por orden: la obra gustó; pero se tuvo la impresión de que se había exagerado al cantar los méritos de la paráfrasis. Ni teatralmente ni verbalmente resultó lo que se había anunciado que sería. Que no quemen a la dama era una verdadero concierto de idioma castellano; la versificación era brillante; nuestro español sonaba rico en cadencia y en combinaciones; la versificación de Macbeth es, por el contrario, repetida y fácil; las asonancias en "e-o" llegan a hacerse fatigosas; las palabras "infierno, averno, materno", tan constantes que aburren; "por la boca del cántaro materno" es un endecasílabo que incide tal vez en una docena de ocasiones; León Felipe se mostró esta vez menos caudaloso en su imaginación creadora que en otras de sus paráfrasis.
En cuanto el movimiento dramático, León Felipe hace avanzar la pieza por medio de una sucesión de monólogos, lo que entorpece grandemente la vivacidad de la dirección; por fortuna, todos esos monólogos estuvieron excelentemente dichos; una interpretación mediocre, y la obra se hubiese ido a pique; se hace necesario confesar que, lejos de apoyarse en la belleza de versos los actores salvaron la pieza con la maestría de su dicción. No destrozó Isabela Corona (ni nadie) el tesoro poético de León Felipe, sino entre todos hicieron a León Felipe escapar del fracaso que habría sido su paráfrasis monótona y de sonsonete con solamente que ellos hubiesen estado grises.
La dirección de Celestino Gorostiza fue excelente; una tragedia de esta magnitud si no está perfectamente bien hecha, se convierte en una irrisión; pero todo estuvo muy bien logrado; el tono, el movimiento escénico, que nunca es excesivo ni innecesario, ni de relumbrón, están conseguidos perfectamente; y la interpretación es bastante pareja, aun en los casos de actores que distan de ser muy notables. Celestino estuvo sobrio y contenido, no se dejó arrebatar por las grandes posibilidades de lucimiento personal con que los recursos de que disponía pudieron tentarlo. Pero acertó en todo lo fundamental; de seguro es este Macbeth el triunfo más sólido de toda su carrera directorial, ya larga.
En cuanto a la escenografía de Julio Prieto (también se había dicho que la escenografía se iba a comer a los actores, y que ella era la verdadera estrella de la obra) resultó más funcional que espectacular. Inclusive se resignó Julio a que alguien pueda decirle que en vez de "el salón de banquetes" hizo "la cueva del banquete", o que en lugar del "salón del trono" hizo "el rincón del trono", con tal de que los cambios se pudieran hacer en segundos, utilizando el escenario; declinó igualmente la posibilidad de hacer para las brujas un vistosísimo páramo; pero la representación pudo hacerse sin pérdida de tiempo, en forma fluente; mentira que Julio Prieto quisiera brillar; brilla porque el talento no puede esconderse; pero no por ambición de sobreponerse a los demás elementos de la representación, sino, al contrario, por la eficacia con que sirvió a todos ellos.
Digamos ahora algo de la interpretación. Es cierto que López Tarso se ve más que Isabela Corona; pero no porque "se la haya comido", ni muchísimo menos, sino sólo porque su papel es más largo y más importante. Ignacio triunfa en él plenamente, aunque todavía es demasiado joven para llenarlo por completo; tiene figura (para estos papeles no románticos), escuela, y una voz magnífica y muy bien utilizada; pero carece todavía de la gran proyección que necesita tener un actor para colmar estos grandes personajes. Entiéndase que estoy hablando en escala mundial. Del Hamlet y del Enrique V de Sir Lawrence Olivier, del Rey Lear de Ermette Zarcconi, del Goetz von Berlichingen de Pierre Brasseur; aquí, creemos que ya no hay actor que pueda poner el pie delante a Tarso; nos gustaría verlo, por ejemplo, en Cyrano, que no hace mucho le vimos a Fernando Soler; de la comparación saldrían grandes cosas para Nacho. En una palabra, de hoy en adelante ya no hay que contar a López Tarso como una juvenil promesa, sino, ya, como el mejor de nuestros actores de teatro. ¿Aceptaría medirse con él don Alfredo, don José Luis, algunos de los Soler, el mismo López Moctezuma? Sería una prueba peligrosa para ellos.
Pero Isabela está magnífica en su Lady, aunque la haya vestido un poco antitradicionalmente en la primera parte, y se haya empeñado en usar unos zapatos de plataforma inapropiados y extraños; no tiene actualmente Isabela el físico propio para ese papel; pero su dicción fue soberbia, su voz, profunda, dramática, sus inflexiones, las de una maestra. No defraudó a nadie, sino satisfizo por completo la expectación creada en torno a su participación en esta tragedia, cuyo reparto avalora enormemente.
Otros actores distinguidos, del elenco numerosísimo de la obra, fueron: Víctor Velázquez, algo débil de voz, pero seguro en su Banquo; Raúl Ramírez, algo blando en alguna escena trágica pero correcto en su Macduff; Noé Murayama algo destemplado en sus gritos, pero justo en su Seyton; Ricardo Fuentes, algo exagerado y bufonesco, pero lucido en su portero; Manuel Lozano, algo descolorido, pero sin desentonar en ningún momento, en su Ross; Amado Zumaya, tal vez demasiado bonachón, pero no poco majestuoso en su Duncan; y las tres brujas, Diana de Mendoza, Ángeles Marrufo y Socorro Avelar, que están de verdad excelentes.
Macbeth, se dijo, sería el acontecimiento teatral más importante del año. Y desde luego lo es. Resulta obligatorio no sólo para los amantes del teatro, que están llenando las salitas en que se ponen comedias sencillas y amables, sino para toda persona de cierta cultura, que vaya a conciertos o lea libros; es un suceso de trascendencia en la vida cultural de nuestra metrópoli, y, en lo general, cualquiera que sea la debilidad que algún crítico severo pudiera señalarle, es un triunfo de dirección, de actores y de escenógrafo.
Y, desde luego, de Shakespeare, que es en el mundo del teatro lo que Beethoven en el de la música: el más grande.
Notas
1. El 12 de agosto. P. de m. A: Biblioteca de las Artes.