Proceso
Columna Teatro
Elogio del diletantismo
Rodolfo Obregón
Invitado por Ludwik Margules para dialogar con la comunidad de El Foro/Teatro Contemporáneo acerca del proceso de creación de El veneno que duerme, Ricardo Díaz platicaba divertido una pequeña anécdota: al término de la representación, un colega practicante del teatro le preguntó si la escena que se desarrolla al ritmo de una pieza de Lou Reed (para mí, un “sueño” producto de un arponazo) había sido “coreografiada” por Marco Antonio Silva.
La ingenua pregunta resulta altamente ilustrativa del estado de nuestro teatro pues revela, en el observador, un esquema mental que le impide distinguir la profunda organicidad de la escena, su singularidad, su perfecto maridaje con el resto de la realización.
Ya lo dijo Norman Mailer, “...al poco tiempo, el estilo con que trabajas es la forma en que percibes”. Y las coreografías para el teatro de Marco Antonio Silva, independientemente de su calidad, forman parte de un estilo, de una forma de producción, de una teatralidad prefabricada, que se impone como la estética dominante (alguien podría estudiar la responsabilidad que en dicha estética tienen los escenógrafos, empeñados en hacer lucir los dineros del productor, sean públicos o privados, así sea en detrimento de la eficacia narrativa o llevándose entre las patas a los actores que decoran sus espacios).
Por ello, no ha de extrañar la falta de comprensión del gremio hacia un trabajo como el de Ricardo Díaz (lleno de público “público” y más difundido entre gente relacionada con las artes visuales) que evidencia el anquilosamiento de la maquinaria teatral. No es la primera vez. Roni Unger (Proceso 1266) ha señalado que en el famoso encuentro, ¿Qué pasa con el Teatro en México? (Organización Editorial Novaro, 1967), nadie menciona siquiera la revivificadora irrupción, años antes, de Poesía en Voz Alta.
Y sin embargo, ese grupo de diletantes había estado ahí para desafiar los modos tradicionales y la miopía del teatro profesional tal y como, veinticinco años atrás, lo había hecho otro grupo de exquisitos aficionados reunidos alrededor del Teatro de Ulises y, posteriormente, del Teatro de Orientación.
En ambos casos, llama la atención el peso de actualidad, la sincronía de intención con los grandes renovadores del teatro internacional. De hecho, la lectura del libro de Luis Mario Schneider, Fragua y gesta del teatro experimental en México (UNAM/Ediciones El Equilibrista, 1995), revela una asombrosa modernidad de pensamiento y una lucidez envidiable en esos advenedizos que dieron una primera sacudida a los ufanos profesionales de las tablas.
Basten como ejemplos la aparente polémica entre Celestino Gorostiza y Julio Bracho o la clara lectura que el primero hace, en 1933, de las profecías formuladas un año antes por Antonin Artaud y que no se difundirían en Inglaterra sino ¡veinte años después! (Por lo demás, y como es bien sabido, a raíz de su primera visita a México, en 1936, Xavier Villaurrutia tradujo algunos de sus poemas.)
Desde luego, y como sucedió a tantos otros renovadores europeos, el teatro mexicano no estaba listo para semejantes innovaciones. Nótese que las ideas de la vanguardia europea (Reinhardt, Craig, Piscator, Dullin, Jouvet y Baty, entre otros) se difundían en un medio que habría de aguardar una década más a la llegada de un japonés que introdujera el realismo stanislavskiano.
Pero lo que estos movimientos tenían en común con sus modelos extranjeros y que sería también un punto medular en el trabajo de Seki Sano, era la profunda convicción de que no existe renovación estética alguna que no pase por una renovación ética. La distancia que su posición de “aficionados” habría de otorgarles, les permitía ver la desgracia de los profesionales “en quienes –la cita la hace Gorostiza– la vanidad ya no es siquiera otra cosa que el gesto convencional de ‘un oficio al que no aman porque les basta vivir de él’”.