Proceso
Columna Teatro
El fin de una era
Rodolfo Obregón
“Yo no creo que el grupo de Poesía en Voz Alta haya terminado. Existirá dondequiera que alguien haga buen teatro”. Las palabras están tomadas de una carta de Juan Soriano a Roni Unger, autora de una valiosa documentación en torno a aquel movimiento fundador que en tan sólo ocho programas (o cuatro si somos estrictos) determinó los rumbos del teatro mexicano durante los siguientes cuarenta años.
Es verdad, en la lectura de Poesía en Voz Alta in the Theater of Mexico (University of Missouri Press, 1981), aquel concierto de hombres de letras, músicos, artistas plásticos e incipientes directores de escena, se revela como un auténtico mapa de los destinos, la grandeza y, por qué no, las contradicciones de un movimiento que revolucionó la escena nacional para terminar imponiendo su propia dictadura.
Ahí es posible ver cuánto de la época de oro del Teatro Universitario es consecuencia de aquel intenso aliento renovador. Cuánto deben algunas de sus ya míticas puestas en escena, como Divinas palabras de Juan Ibáñez o Él, de Juan José Gurrola, a la insistencia de Octavio Paz en autores como Valle-Inclán y E.E. Cummings. Cuánto de In Memoriam, un hito de la creación, obedece a las originales concepciones escénicas de Héctor Mendoza. Y cuánto de éstas determina la posterior esquizofrenia teatral de José Luis Ibáñez, escindido desde entonces entre el montaje de comedias musicales y el academicismo literario.
Sin embargo, el Teatro Universitario llegó hace ya algunos años a un punto muerto. En mi opinión, este movimiento emitió su canto del cisne durante la temporada 1982-1983, apenas unos cuatro años después de haber erigido sus templos. Armas blancas, de Rascón Banda puesta por Julio Castillo, Novedad de la Patria de Luis de Tavira, Don Giovanni de Jesusa Rodríguez, y, sobre todo, De la vida de las marionetas de Bergman y Margules, marcan el apogeo y caída de un teatro que pronto abandonaría la Universidad para sumirse irremediablemente en la dispersión.
Tras dos grandes y fallidos esfuerzos de reunificación extramuros, el Núcleo de Estudios Teatrales y el Centro de Experimentación Teatral, la diáspora evidenció la debacle moral de una práctica antaño fundada en la convicción. Paradójicamente, en su momento de mayor debilidad, el prestigio de aquel teatro conquistó otras instituciones culturales y desde ahí impuso sus modos y su estética.
A estas alturas, contrariando las palabras de Paz para el Quinto Programa de Poesía en Voz Alta: “un estilo nunca es la aplicación de una fórmula, sino un espíritu en busca de su forma”, lo que queda de aquel Teatro Universitario se parece peligrosamente a sí mismo.
Desde hace ya algunos años, es evidente que la urgente renovación del teatro mexicano no vendrá de los creadores asociados con aquel poderoso movimiento; ni siquiera de una tercera o cuarta generación: la última formada en la Ciudad Universitaria, a la que me honra pertenecer.
Mucho menos vendrá esta renovación de una Universidad cuyas profundas contradicciones permiten, hoy día, exhumar un cadáver putrefacto llamado CLETA. El Teatro de la UNAM, no más Teatro Universitario, terminó por restablecer el status quo ante Poesía en Voz Alta. Basta echar un ojo a su programación actual: en el mejor de los casos, el academicismo; y en el peor, el teatro estudiantil.
En los albores de un nuevo siglo, la lápida sobre el paradigma interpretativo de Poesía en Voz Alta la viene a colocar una realización (la palabra espectáculo debería pasar también a la historia) a todas luces extraordinaria, sin antecedentes visibles en nuestro territorio: El veneno que duerme, adaptación de Ricardo Díaz de La vida es sueño. Si esta golondrina (de la que nos ocuparemos con calma) logra hacer verano, nuevamente los clásicos del Siglo de Oro Español habrán sido el detonador de un parteaguas, de otro momento fundador que ya es (era) inaplazable para nuestro teatro.