Proceso
Columna Teatro
Ni monstruos ni prodigios
Rodolfo Obregón
Uno de los trabajos más celebrados de 1999 fue la puesta en escena de Becket o el honor de Dios de Jean Anouilh, dirigida por Claudio Valdés Kuri a quien, hasta entonces, se le conocía más bien por su actividad en los terrenos de la música.
El legítimo entusiasmo, suscitado por el despliegue de energía con que cinco actores daban cuenta cabal de una gran historia, ocultó a los ojos de la crítica sus posibles inconsistencias.
A más de un año de aquella obra, y con el aval de la Compañía Nacional de Teatro, Valdés Kuri reaparece con De monstruos y prodigios, un espectáculo subtitulado como “la historia de los castrati”. La distancia temporal entre ambas producciones es quizás el primer acierto de un director que no renuncia a su método creativo, a partir de procesos largos de investigación escénica e improvisación, evitando así el característico estigma de la CNT.
En efecto, De monstruos y prodigios, que revive –a pesar de tantos certificados de defunción– al Teatro El Galeón, se aprecia de entrada como una forma poco habitual sobre nuestros escenarios. En primer lugar, por el interés humano que suscita su tema, tan imbricado en la dimensión ética y tan sugestivo en términos de la fantasía creadora y la mitología del arte.
En segundo lugar, por la estructura antidramática (en términos convencionales) con que se urde el discurso espectacular: una especie de texto-conferencia, signado por Jorge Kuri, que entremezcla materiales históricos, referencias musicales y una pertinaz mirada analítica que desnuda al individuo oculto bajo el oropel o las ideas de una época.
Y en tercero, por la combinación de elementos escénicos (un excepcional sopranista, un caballo de alta escuela, la presencia de músicos-actores y un exótico políglota oriental) que deberían catapultar el espectáculo a niveles de una auténtica experiencia.
Sin embargo, ni monstruos ni prodigios hacen su aparición sobre la arena que cubre el piso de El Galeón, pues la escena, complementada con números musicales y ecuestres, ilustra constantemente aquello que ya dice el texto y no logra establecer la liga entre la información y la experiencia íntima de los personajes; a excepción del brillante momento en que un siamés resume apasionadamente el argumento de Orfeo y Eurídice, mientras el otro marca el ritmo acompasado de la partitura de Gluck.
Ni la condición sublime ni los aspectos grotescos que se asocian a la figura del castrato y a la sociedad que lo idolatra o lo denosta, se materializan frente al espectador, pues en su afán por desmitificar, el director farsifica todo el material, lo banaliza con un humor simplón (como la previsible y abusiva parodia de los tres tenores), o peca de lo mismo que abomina con una larga serie de chistes exclusivos para culturati.
Como en el caso de Becket…, una cierta arbitrariedad tonal permea el trabajo de actuación, donde cada quien se rasca con sus uñas (a pesar del sospechoso crédito de “entrenamiento actoral”). La falta de autenticidad es puesta en evidencia por la “espontánea” que interrumpe brillantemente la representación, o por la súbita metamorfosis de Kaveh Parmas, quien logra unir palabra y gesto a sus contenidos emocionales hasta el momento en que puede expresarse en su propia lengua.
La consecuente ausencia de complejidad, por desgracia, mina un brillante y atractivo espectáculo cuyo objetivo, en efecto, sería devolver su humanidad a los castrati. Ni monstruos ni prodigios. Seres humanos y, por lo mismo, espejos de las ambigüedades propias de tal condición.
Sólo en su hermoso y nostálgico finale, cuando Il Virtuoso permanece sobre la arena desolada mientras escuchamos la grabación del último castrato, el escenario manifiesta su paradójica y fascinante capacidad. Miserias y grandeza conviven en el individuo. Sólo entonces, il castrato se humaniza y, al hacerlo, comprueba justamente que el actor, el cantante, el artista, es el ser creado para religar ambas dimensiones.