Proceso
Columna Teatro
Feliz nuevo siglo, viejo teatro
Rodolfo Obregón
A nadie le queda la menor duda de que Sabina Berman es el-la dramaturgo-a más exitoso-a de los últimos años. Nadie como ella ha sido capaz de engarzar tres triunfos al hilo: Entre Villa y una mujer desnuda, Molière y, ahora, Feliz nuevo siglo Doktor Freud. Nadie puede preciarse, como ella, de convocar a un público-público.
En estas tres obras, al menos, la autora ha conjugado brillantes puntos de partida con habilidad dramatúrgica y una enorme destreza para tocar, de un modo claramente comprensible (digerible, han dicho otros), temas complejos o que requieren de amplios referentes culturales.
En Feliz nuevo siglo Doktor Freud, el punto de arranque es la oposición entre el pensamiento en cierne del “padre” de la psicología y su incapacidad, determinada por la estrechez cultural de su entorno, para comprender el alma femenina. “El caso Dora” basta como ejemplo a Berman, quien establece desde el programa de mano la metáfora de un gigante atrapado en una jaula, para demostrar que nadie puede “liberar su inteligencia enteramente de las ideas de su tiempo”.
A diferencia de Molière, donde la confrontación tragi-cómica logra convertirse en el reflejo de dos espíritus habitados por sus propias ambigüedades, mucho hay en este Feliz nuevo siglo… de didactismo, de sopa digerida para un público que, sin esfuerzo alguno, desea pasar por conocedor.
A los ojos de una feminista de los años setenta u ochenta, el torpe entendimiento de la condición femenina revela en Freud a un esquemático pensador. Desde el apacible mirador de la historia, uno puede observar cómo sus discípulos, epígonos y fundadores de escuelas (Jung, Jones, Ana Freud, Rank), se patinan –literalmente– en paródica alusión contemporánea al Soviet bureau.
Desde la comodidad de su butaca, el espectador que nunca ha leído –y ya no leerá– el voluminoso corpus teórico de Sigmund Freud, ni la inagotable crítica al respecto, recibe con un incrédulo “¡ya!” la teoría de la envidia del pene, y se da el lujo de despedir al vilipendiado “gigante” en medio de sus irónicas carcajadas.
Sólo enturbiada por la inhóspita covacha donde se representa (el Teatro Orientación, aislado, según ha denunciado la propia Sabina Berman, por una creciente presencia militar), la suave recepción de la obra se potencializa con una impecable puesta en escena, donde el convencionalismo (¿qué diferencia existe entre la solución espacial de cerrar y abrir puertas y la de prender y apagar zonas de luz como en los años cincuenta?) y la ausencia de riesgos han terminado por nulificar todo rasgo de expresión personal; y en la que se impone el repetitivo protagonismo del escenógrafo: lo mismo da Viena 1900 que Nueva York al concluir el siglo XX, Sabina Berman que Woody Allen; la obra podría haber sido dirigida por Sandra Félix o por cualquier otro director conocedor del oficio.
Desde luego, ya quisiera mucho de nuestro teatro este nivel de eficiencia, corroborado por un elenco muy parejo (Ricardo Blume, Enrique Singer, Mariana de Tavira y Lisa Owen) donde no hay sino un inevitable prietito en el arroz. Pero lo quisiera para invalidar y no para confirmar la metafórica premisa de Sabina Berman.
En otro lugar, la dramaturga ha escrito: “Entiendo el arte como algo que rompe un presente muy históricamente determinado. Algo que rompe el presente y viaja hacia el futuro. Los artistas somos los subversivos de hoy, los heraldos de mañana”.
En efecto, basta leer al aquí citado Schnitzler o a cualquiera otro de los grandes subversivos de la Cacania que aprisionó a Sigmund Freud y en la que es posible encontrar tantas similitudes con nuestra finisecular sociedad del espectáculo.
Los heraldos de mañana son aquellos que se expusieron y confrontaron al ansioso consumidor de novedades directamente con el monstruo, no aquellos que sin correr peligro, lo presentaron detrás de los barrotes, o lo que es peor, como atracción principal en un bello circo de fieras domesticadas.