Proceso
Columna Teatro
Epílogos del teatro del siglo XX (IV)
Rodolfo Obregón
La cultura teatral en el mundo de habla inglesa tiene particularidades que derivan lógicamente de un pensamiento liberal, para el cual la producción artística debe estar sujeta a las mismas condiciones que el resto de las actividades humanas.
Dicha concepción se expresa en prácticas teatrales encaminadas a fortalecer una competitiva industria del espectáculo, sujeta siempre “al juicio mediocre de la taquilla”, y en acciones comerciales tan poco inspiradoras como el hecho de pagar un programa de mano (en cualquier otra latitud incluido en el precio del boleto) saturado de publicidad (en otros países, pequeñas joyas editoriales) y con información destinada a exaltar la trayectoria individual del último de los colaboradores (a diferencia de un material contextual que prepare o profundice la relación del espectador con el espectáculo).
El desamparo de las iniciativas sensibles y su infranqueable desproporción con el negocio del espectáculo, potenciados por el boom de las economías en el primer mundo, la muerte de las ideologías y la renuncia posmoderna a la trascendencia del arte, han terminado por eliminar todas las instancias intermedias entre Broadway o el West End londinense y los teatros de garage conocidos como el off off (el Off Broadway, diría algún mala lengua, es “igual que Broadway, sólo que peor”).
Mientras el circuito comercial neoyorquino rompió en la temporada 1999-2000 todos sus records (11.4 millones de espectadores, 603 millones de dólares recabados en taquilla), los promotores de un teatro con aspiraciones artísticas han sido confinados a su reserva del East Village (Soho se convirtió en una más de las zonas comerciales) y pasan el 75 % de su tiempo buscando apoyos económicos para, simple y llanamente, sobrevivir.
La ausencia definitiva de riesgos, la fórmula probada de 3/4 partes de comedia musical más los éxitos predecibles (como la versión escénica de The Full Monty), no hace concesiones; ni siquiera con los autores norteamericanos más reconocidos: la última obra de Arthur Miller fue suspendida después de diez funciones.
Por su parte, la vanguardia norteamericana forjada en los setentas no pudo salir nunca del garage; y cuando lo hizo (Bob Wilson), no fue para alimentar a las corrientes gruesas del teatro de su país, sino para instalarse definitivamente en Europa. El “aislamiento artístico de los Estados Unidos”, señalado por Jim Nicolla del New York Theatre Workshop, arroja como saldo, al concluir el siglo, un panorama descrito años atrás por el propio Wilson: “a nadie se le ocurriría pagar un boleto de avión para venir a ver Sweeney Todd; el teatro de Nueva York está hecho para el público de Nueva Jersey”.
El desaliento de toda manifestación del espíritu a través de las tablas, queda evidenciado en las recientes declaraciones de la otra gran figura de aquella vanguardia, Richard Foreman: “Trabajo con actores jóvenes que sólo esperan ser llamados al cine”; en lo que coincide con el productor del Public Theatre, George C. Wolfe, para quien el comentario podría extenderse a autores y directores.
El teatro, por supuesto sigue latente. La última realidad de la escena neoyorquina es el joven “directurgo” y compositor Richard Maxwell, discípulo de Foreman y admirador del Wooster Group, a quien la crítica considera “el heredero de todo y de todos, de Dadá a Warhol”.
En las obras de Maxwell (House, Caveman), la vida de todos los días se reduce a sus líneas esenciales, a los diálogos necesarios para atenuar la amenaza del silencio. En Caveman, dos hombres compiten primitivamente por la atención de una mujer. El espacio despojado, especie de templo de meditación, contiene únicamente una mesa, dos sillas y, en un rincón del piso, dos platos con sendas rebanadas de pan de caja y una lata de cerveza light.
Acompañados por tres músicos que dan la espalda al público, los actores realizan una síntesis radical de las acciones, bajo una inexpresividad altamente significativa (“voy al baño”, dice el tercero en discordia, camina dos pasos y la orina comienza a escurrir por sus pantalones; luego, vuelve a su silla). En los momentos de máxima tensión, el diálogo estalla en melodías casi paródicas. Todo, desde el título, es el mínimo indispensable para que emerja la historia.
Los espectáculos de Richard Maxwell resultan, en efecto, atractivos. Pero sus pequeñas proporciones no rebasan el marco del atelier en que fueran realizados. En estas condiciones, añade Foreman, “los jóvenes directores de escena no podrán crecer jamás”. Como si el teatro recomenzara una y otra vez.