Proceso
Columna Teatro
Epílogos del teatro del siglo XX
Rodolfo Obregón
La entrega del Premio Taormina 2000 resulta sintomática respecto a los últimos derroteros del teatro del siglo que se ha ido. El prestigiado reconocimiento fue otorgado (hace ya algunos meses) en presencia del jerarca y figura central de la escena en la segunda mitad de la centuria: Peter Brook.
Ganador de una de las primeras ediciones del Nobel de las artes escénicas, Brook regresó a la deslumbrante ciudad siciliana con su hasta entonces último espectáculo, Le costume, y como sujeto de estudio del coloquio “Brook y África” organizado por su más brillante exégeta, Georges Banu.
La presencia del sabio patriarca daba realce a una edición altamente significativa y servía para tender un puente entre las últimas teatralidades del siglo XX y aquellas que habrán de conferir un rostro al teatro por venir.
Independientemente de sus claros méritos artísticos, la adjudicación del premio principal al director ruso Lev Dodine tiene un obvio valor compensatorio: el reconocimiento de aquello que la historia arrancó al teatro en los países del otrora bloque socialista.
La dolorosa lucha en busca de la nueva función social del teatro, en estos países de fortísimas tradiciones (excepción hecha de Lituania cuyas compañías siguen admirando al mundo –Proceso 1211), queda claramente resumida en el título del último número de la revista belga Alternatives théâtrales: “La Europa Des-Orientada”.
La entrega ex aequo del premio para revelaciones “Europa-Nuevas realidades teatrales” a Thomas Ostermeier, el Theatergroup Hollandia y la Societas Raffaello Sanzio, plantea igualmente algunas características del teatro que comienza a llenar el hueco producido por la desaparición o el agotamiento de los grandes maestros y de aquellos creadores cuyas estéticas se forjaron a la par de la rica experimentación y la revuelta contracultural de los años setenta (Kantor, Strehler, Müller, Barba, Mnouchkine, Stein y compañía).
El reconocimiento a Thomas Ostermeier lleva implícita la preocupación por el futuro de las grandes instituciones finiseculares ligadas a la personalidad artística de un individuo. Tales son los casos del Piccolo Teatro de Milán y de la Schaubühne de Berlín.
Mientras los italianos han optado conservadoramente por un artista veterano para dirigir la organización que fue modelo (junto con el Dramaten de Estocolmo y el Stari Teatr de Cracovia) de todos los teatros estables europeos de los años ochenta, los alemanes intentan rescatar el espíritu reformista y la radicalidad artística de la primera Schaubühne, poniéndola en manos del joven Ostermeier y de la coreógrafa Sasha Waltz.
La elección no carece de significados profundos, pues las grandes corrientes renovadoras del siglo XX, desde Stanislavski hasta Strehler, pasando desde luego por Brecht, están ligadas a la existencia de los “Teatros de Arte”, esa condición ética necesaria –como diría Stephan Braunschweig– “para el advenimiento del arte del teatro”.
Mientras el casi septuagenario Lucca Ronconi yacerá en el lecho helado donde merodea el fantasma de Giorgio Strehler, Thomas Ostermeier, asociado hasta hace poco más de un año con la sala experimental del Deutsches Theater, otorgará a la señorona de Kurfürstendamm el vigor y desvergüenza de un joven amante –para seguir la metáfora amorosa propuesta por Banu en una conversación privada.
Por su parte, el reconocimiento al Theatergroup Hollandia y a la Societas Raffaello Sanzio, creadores de algunos de los espectáculos más atractivos de la actualidad (y de los que nos ocuparemos en la próxima entrega), pone nuevamente en el tapete de la discusión al trabajo de grupo como única posibilidad para ensanchar los lenguajes del teatro.