Proceso
Columna Teatro
100 objetos para...
Rodolfo Obregón
“Una vez sobre el escenario, un objeto deja de ser él mismo: comienza a significar. Su valor de uso es relegado, incluso borrado, por su valor semántico. En cualquier caso, la importancia no está en lo que significa sino en la forma de significar y en el proceso de significaciones que éste alimenta a todo lo largo de un espectáculo. (…) Desde esta perspectiva, el actor se convierte tanto en un constructor como en un destructor de signos”.
Con estas palabras, Bernard Dort se acercaba a describir lo que, en su opinión, sería la vocación misma del teatro: no la ilustración de un texto ni la construcción de un espectáculo sino “la crítica en acto de la significación”.
Incluso en el sueño del gran renovador plástico del teatro, Edward Gordon Craig, donde el objeto (la supermarioneta) sustituye al actor, la significación proviene de su interacción constante con el espacio, la luz, el sonido y el movimiento.
Es el juego, la esencia de la teatralidad, el elemento que efectúa este proceso y el que determina la lejanía entre las artes de representación (como el teatro y la ópera) y la obra de Peter Greenaway presentada en el XXVIII Festival Internacional Cervantino: Cien objetos para representar el mundo.
Con el subtítulo de prop-opera (ópera de utilería), el espectáculo multimedia corresponde, en todos sentidos, a la concepción museográfica del proyecto original, cuyo brillante punto de partida es un catálogo personal equiparable a aquel con que los científicos de la NASA pretendían describir a una potencial inteligencia extraterrestre la vida en el planeta azul.
La aproximación del aclamado cineasta a los terrenos de la ópera parece coincidir con su conocido planteamiento de que el séptimo arte no es un hijo bastardo del teatro sino la evolución natural de las artes visuales en el siglo XX. Y, por si fuera poco, que ese arte está muerto.
En este espectáculo, pleno de escepticismo y desdén, los objetos no forman parte del juego sino que son exhibidos mientras el texto (la parte más interesante, a mi entender) describe irónicamente sus posibles significaciones. La imagen tecnologizada y una pista sonora también descriptiva completan el procedimiento.
En 100 objetos para…, el juego es un proceso intelectual que se realiza en el papel (“Se dice que el mundo existe para meterlo en un libro. Este es el libro”) o en la voz grabada de un pedante locutor; los actores no son sino una más de las piezas museísticas. No hay, siguiendo a Dort, una interrogación vívida del sentido. Ni tal cosa se pretende.
La visión desinhibidamente eurocentrista que Greenaway presenta de la historia del mundo y la humanidad, pasa por la libertad irrestricta del arte después del “fin del arte” y, desde luego, por su cinismo.
A pesar de su enorme habilidad para concatenar la lista de objetos a través de sus múltiples asociaciones y la destreza tecnológica de su equipo, Greenaway no escapa a cierta elementalidad escénica que la presencia de su codirector, Saskia Boddeke, debería paliar. Representar al viento a través de un ventilador con hilos metálicos, mientras Adán y Eva agitan una sábana, no puede explicarse como simple desdén.
De la misma manera, la ironía con que el libretista describe los posibles significados de sus objetos, su fino sentido de la esgrima verbal, no son suficientes para enmascarar ciertos tópicos a la mode como el catastrofismo nuclear, “la muerte de la selva húmeda en Sudamérica”, el tabaco como “dependencia, nicotina, opio, narcóticos, cáncer”.
La indiferencia que provocan estos 100 objetos… bien puede interpretarse como síntoma de un arte que ha dejado de considerarse a sí mismo como un asunto prioritario, pero también como un espectáculo que aprovecha el prestigio cinematográfico de su realizador, el relumbre de su nombre, su posición en el candelero cultural y la festiva atmósfera milenarista, para pueblear por el mundo.
Notas
Este artículo debió aparecer el 15 de octubre pasado coincidiendo con la presencia del espectáculo en el Palacio de Bellas Artes. Una jugarreta electrónica lo “traspapeló”. El incidente confirma mi escepticismo: never trust technology… mucho menos en México.