Proceso
Columna Teatro
Consulta cultural (II y último)
Rodolfo Obregón
En términos generales, toda política cultural, por noble y bien intencionada que sea, debería estar atenta a la realidad. En el caso de los estados –da pena reconocerlo–, las iniciativas institucionales suelen rebasar la madurez y la capacidad organizativa de los teatristas locales, haciéndolas fracasar.
Por ello, la función principal de las dependencias oficiales debería ser el reconocimiento y estímulo de los espacios sensibles de nuestro teatro (más allá del éxito inmediato de un espectáculo), aquellos que mantienen un contacto vivo con “su” público (la cantidad no puede ser el único criterio) y la conciencia del oficio.
En estos casos, la principal encomienda debería ser garantizar la continuidad, fomentar, en un arte colectivo como lo es el teatro, la pervivencia de grupos de trabajo.
El FONCA y los Fondos Estatales tienen ahí una asignatura pendiente. En primer lugar, tendrían que reconsiderar la absurda jerarquización inicial que respondió a claros intereses patrimonialistas y que, en México, habría hecho de Peter Brook un intérprete y de Sir John Gielgud un ejecutante, mientras cualquiera que escribe dos líneas podría ser considerado un creador.
El asunto quedaría resuelto al reducir sustancialmente los estímulos otorgados a creadores individuales (incluido el SNC) y aumentar en proporción directa aquellos destinados a la producción o al trabajo de grupos y colectivos teatrales.
Para garantizar la continuidad, los Fondos podrían establecer apoyos de 1 a 3 años (2 o más producciones), renovables de acuerdo al éxito conseguido, estableciendo criterios que combinen prudentemente el juicio económico del público con el de críticos y especialistas. El modelo francés puede ser el referente.
Otra exigencia que goza de consenso es acabar con los apoyos discrecionales, a voluntad de un funcionario que se considera dueño de los recursos. Desde luego, para hacer efectiva esta demanda, la propia comunidad tendría que terminar con la lamentable costumbre de ir a pedir por fuera de los cauces institucionales o a través de chantajes públicos.
En este sentido, una costumbre muy sana sería hacer pública la información sobre presupuestos asignados o ejercidos, registros de producción, cifras de asistencia y datos estadísticos que, además, facilitarían el análisis y evaluación de la actividad teatral. El Centro de Documentación Teatral de España podría ser un valioso asesor.
Un último lastre corporativista tendría que ser desprendido del tejido institucional: la ruptura de las estructuras ligadas al régimen de partido único debería servir para deshacerse del sindicalismo parasitario y corrupto de TEEUS y la ANDA que mantiene secuestrados, sin contrato de por medio, los teatros del IMSS.
En los mismos términos, habría que renegociar las condiciones laborales (por ejemplo, horarios de trabajo en horas de ocio del resto de la sociedad) con los técnicos del INBA. Una renovación estética, como lo han demostrado múltiples experiencias de los últimos años, pasa necesariamente por un replanteamiento de las condiciones de producción.
Por último, el CNCA debería promover la presencia de grupos y artistas mexicanos en el extranjero en la misma proporción y con el mismo entusiasmo que la de artistas extranjeros en México. Podría exigir reciprocidad y propiciar políticas bilaterales con las instituciones culturales de los países desarrollados. En Brasil, por ejemplo, el Instituto Goethe realiza producciones con directores alemanes y las confronta con las de brasileños en teatros de Alemania.
En este mismo sentido, el Centro Nacional de las Artes habrá de afirmar su vocación de excelencia (el CNA es la sede natural de cursos y encuentros internacionales y no debería competir con lo que ya ofrecen otros espacios públicos y privados de México), su privilegio (aprovechemos para perderle el miedo a esta palabra) como espacio para el diálogo con el gran teatro del mundo.