Proceso
Columna Teatro
Música y Escena
Rodolfo Obregón
Cuando los funcionarios públicos hablan –y habremos de escuchar este discurso con frecuencia en los próximos años– de la necesidad de apoyo de la iniciativa privada a las actividades culturales, olvidan que nuestros empresarios, en estos terrenos, se han mostrado hasta hoy más bien “privados de iniciativas”.
La “ciudadanización” de las instituciones culturales tendría que pasar, en todo caso, por la renuncia a las grandes (e incluso nobles) políticas y programas impuestos desde la cúpula para aplicarse a apoyar y difundir las pequeñas (pero eficientes) iniciativas de los protagonistas del arte y la cultura.
Dos de estas importantes propuestas se celebran actualmente en México y cumplen, ambas, tres años de edad. El Encuentro Internacional de Teatro del Cuerpo (del que daremos cuenta la próxima semana) y el Festival Internacional Música y Escena que acoge, como muestra de sensibilidad e inteligencia, el Centro Cultural Helénico.
En ambos casos, sus impulsores son artistas distinguidos, atentos al devenir mundial de su disciplina y con una área específica de interés. En el caso del Festival Música y Escena, la iniciativa de Ana Lara rescata el carácter interdisciplinario de la escritura musical y su intensa liga con las artes de representación.
En su año tercero, Música y Escena ha realizado un homenaje al compositor más difundido de la especialidad, Kurt Weill, y ha sido el foro de presentación de dos creaciones nacionales que merecerían una temporada acorde a su importancia: La muerte y el hablador de Leopoldo Novoa, escenificada por Mauricio Jiménez, y Doloritas, la versión rulfiana de Julio Estrada.
Algunas de las creaciones presentadas podrían inscribirse en la tradicional forma operística, o en la antiópera propuesta por Kurt Weill y Bertolt Brecht; pero el programa del Festival incluye también otros modos de relación entre la música y las artes de la escena.
Un ejemplo sobresaliente es el Arlequín de Karlheinz Stockausen presentado por la espléndida clarinetista de su musical harem, Barre Bouman. Amén del natural interés de la partitura (que corresponde dilucidar a los especialistas), la obra es una magnífica oportunidad para recuperar la relación del sonido con el movimiento.
Inspirado en la mítica criatura de la comedia dell’arte, símbolo por excelencia de la fantasía creadora, el discurso musical recrea la instintiva libertad del personaje y transita por las múltiples facetas con que lo ha revestido la tradición: el bufón de tablados populares, el romántico enamorado de los franceses, el irreverente criado bergamasco, el grosero zani primitivo.
En cada uno de estos rostros, la frase musical se entrelaza con el movimiento, se acentúa con el rítmico batir de los pies o alterna con la mímica (como aquella secuencia en que Arlequín acorta su clarinete para alcanzar las notas más agudas) o con la acción “verdadera” (como la limpieza teatralizada del instrumento).
A la extrema capacidad del intérprete musical se suma la exigencia física del movimiento y, por qué no, la arrebatadora simpatía del eterno arlecchino. Es esta última la única virtud ausente en la holandesa Barre Bouman, clarinetista admirable y dueña de un cuerpo donde son evidentes las huellas de la escuela de danza clásica.
Poseedora de una belleza fría y espigada, contraria al terrenal apego del personaje, Bouman consigue sin embargo una estilización corporal acorde al código gestual de la máscara italiana y, en los momentos culminantes de la obra, una libertad interpretativa que recuerda los lazzi característicos de los grandes cómicos: un momento creativo de tal magnitud que convierte el más complejo de los pasajes en el encantador retozo de un chiquillo.