Proceso
Columna Teatro
Ojos azules
Rodolfo Obregón
Toda experiencia, por desagradable que sea, tiene su efecto positivo pues se refleja en la voz. Le otorga consistencia. Cuantimás si se trata de “La voz”, el enunciante de una frase semejante, o de algún otro protagonista del mundo musical.
El hipotético regreso a la vida de Frankie Boy, para charlar con el ídolo del grunge, Kurt Cobain, tres días antes de conocerse su polémica muerte, es la materia del drama No te preocupes, ojos azules del autor y director Sergio Zurita.
Yendo al grano desde la primera imagen de la obra, Zurita enfrenta a dos astros de la música popular norteamericana que representan posturas antagónicas frente a la vida, el éxito y las contrariedades amorosas, a pesar de compartir el origen en un hogar devastado y ser, ambos, la prueba fehaciente del sueño americano.
A través de la imposible confrontación, es claro que el cinismo cultivado como herramienta de sobrevivencia por Frank Sinatra le permite asimilar los golpes de la vida y transformarlos en la materia de su oficio, mientras la sensibilidad extrema conduce al vocalista de Nirvana a volarse la cabeza de un escopetazo.
La diferencia temporal entre los cantantes, que confiesan su mutua admiración, marca un matiz interesante en la forma de encarar la popularidad y el éxito económico. Mientras Sinatra pertenece a aquellos que, validos de cualquier medio, conquistaron la cumbre de la pirámide social, Cobain es la expresión de un grupo generacional que no cree siquiera en el sueño.
A través de un diálogo brillante, que echa mano lógicamente del material propio de las canciones, Zurita construye una obra breve y eficiente, con un bien dosificado sentido del humor, que convoca a un público específico (el cual está desbordando la capacidad de La Gruta, donde se representa todos los lunes) y le cumple cabalmente.
Eficaz es también su sencilla puesta en escena, sobre un espacio mínimo donde Óscar Almeida recupera el gusto aguerrido y asfixiante de Courtney Love; si bien la tensión del encuentro, que pretende disuadir a Cobain del suicidio, tiende a diluirse en un trazo escénico con frecuentes concesiones al comportamiento cotidiano.
Símbolo preciso de las diferencias de actitud entre ambos personajes, el contrastado temperamento actoral de Juan Carlos Colombo y Roberto Soto resulta el punto más atractivo de la escenificación.
Haciendo gala de formalismo y coqueteos con el público, que en otras circunstancias resultarían reprobables, Colombo construye un Sinatra firme (a pesar del triste play-back) y encantador que termina por robarle la escena al suicida de la mirada transparente.
En contraste con la despiadada frivolidad de Ojos azules, Roberto Soto trabaja a partir de la interiorización de Kurt Cobain. Actor de espléndida presencia y fina sensibilidad, Soto pierde sin embargo algunos detalles importantes del contexto de la obra como el hecho de que el celestial intérprete de Chicago aparezca frente a él justo después de un arponazo.
Del mismo modo, su lánguido personaje tiende a perder de vista la presencia permanente del arma que otorga tensión al diálogo y el argumento definitivo para zanjarlo.
Pero el triunfo artístico de Sinatra, que termina convertido en el protagonista de la obra a pesar de su fallida misión, obedece a un problema técnico relacionado justamente con la emisión de la voz.
Preocupado honestamente por construir la vida interior de su personaje, Soto cae en un manejo monótono de las inflexiones verbales. Tal parece que es el actor y no el personaje quien transita por una profunda depresión. Al desdeñar la construcción formal del habla, desdeña la enseñanza principal de Frankie Boy, la hermosa frase que nos recuerda, como dirían los seguidores de Roy Hart, que la voz es un músculo del alma.