Proceso
Columna Teatro
El jinete de la divina providencia
Rodolfo Obregón
Examen profesional de actores y escenógrafos de la Escuela de Arte Teatral, la puesta en escena de El jinete de la divina providencia de Óscar Liera, se presenta los fines de semana en la acogedora sala del Teatro Salvador Novo del Centro Nacional de las Artes.
Como en la presentación en sociedad de una generación anterior, la responsabilidad artística y formativa del grupo que hoy egresa corresponde al director Mauricio Jiménez, quien, luego de un exitoso Volpone, recurre al conocido texto del dramaturgo culiche.
Caso curioso, la obra del comediógrafo isabelino resultaba mucho más cercana a aquellos aspirantes a actores de lo que a estos resulta una obra tan accesible, por su decidido acento local y la indignación moral que conlleva, como la de Liera.
De hecho, la distancia es aún más significativa pues el público popular que llena la sala (la entrada es libre) responde con entusiasmo natural a esta versión de un Robin Hood rodeado de superchería. El sincero pero acrítico aplauso bien puede confundir a quien comienza de manera titubeante su trayectoria por el inclemente universo de las tablas.
Desde luego, los méritos de este corrido sinaloense que engarza las glorias de Jesús Malverde con el célebre coral “Todos a una”, no quedan en entredicho. Por el contrario, la límpida construcción y el atractivo del lenguaje garantizan la atención del espectador a lo largo de sus más de dos horas de duración.
La eficacia de la puesta en escena, sin embargo, deja que desear. Particularmente, si se compara con el exitoso Volpone. Como en aquel caso, lo que este examen profesional sí revela claramente son las enormes deficiencias formativas presentes en la carrera de escenografía que imparte la EAT.
Educados a pensar en chiquito, “porque no tenemos recursos”, estos aspirantes a creadores del espacio escénico no sabrían que hacer si los tuvieran. En Volpone, su participación se reducía a un elemento decorativo que no comprometía la unidad orgánica del espectáculo.
En El jinete…, en cambio, la indefinición del espacio, aunada a las generosas dimensiones del escenario, resulta un lastre insalvable para la narrativa escénica pues alarga el tiempo de los enlaces y afecta el ritmo de una obra de suyo extensa.
Frente a la ausencia de un concepto espacial definido, la puesta en escena oscila entre los juegos decorativos de transformación de los elementos presentes (bancas de iglesia) y la creación de imágenes plásticas características, hace veinte años, de un Julio Castillo.
A diferencia de sus escenificaciones previas, Mauricio Jiménez abandona aquí la rica fisicalidad del trabajo actoral quitando a los jóvenes egresados un apoyo importante. Sin él, los aprendices de actor se sienten atados a un realismo ilustrativo que se acrecienta con la ausencia de contenidos emocionales.
Tal parece que el universo de injusticia social y el profundo arraigo rural de los personajes no dijeran nada a estos jóvenes citadinos y despreocupados que traicionan permanentemente la verosimilitud al entonar los ricos regionalismos de Liera con inflexiones verbales características de la colonia Pensil.
El asunto no es de menor importancia, por tratarse de una de las obras fundamentales en la incorporación al teatro de las riquísimas formas del habla local, y porque revela un problema endémico de la formación actoral en México: la ausencia de entrenamiento en la construcción verbal del personaje.
Síntesis de identidad ligada orgánicamente a la conducta, el habla es la herramienta esencial en la identificación de un teatro con su espectador. El escenario, como sugería el director francés Antoine Vitez, “es el laboratorio de la lengua y el gesto de una nación.