Proceso
Columna Teatro
El caso Hiriart y su ostión chino
Rodolfo Obregón
A últimas fechas, las obras de Hugo Hiriart se reproducen partenogénicamente a través de múltiples puestas en escena. Tal parece que el gusto finisecular de los directores jóvenes tiende a identificarse de una manera más amplia con el sentido de juego, la fantasía y la visión poética de la realidad, que (¡loado sea el cielo!) con la descripción de las miserias del subdesarrollo urbano.
Si como sostiene el autor en el programa de mano de El caso de Caligari y el ostión chino, que se representa los fines de semana en el Teatro Casa de la Paz,“al genio loco, por su monstruo lo conoceréis”, en esta singular criatura es posible reconocer la paternidad de un gozoso alucinado.
Mas como sucede en esa máquina de transmigración de almas que es la puesta en escena, las huellas feno y genotípicas del progenitor deben ser rastreadas en el cuerpo recompuesto por Antonio Castro sobre un atractivo espacio de reminiscentes aires expresionistas, cuyo único defecto es retardar innecesariamente las transiciones, firmado con el nombre de un auténtico Doppelganger: Nicholas Locksmith.
Eficiente y divertido, el monstruo escénico se muestra sordo, sin embargo, a las advertencias de su autor cuando asegura que su estructura puede ser comprendida como una pieza musical. En inocente rebeldía frente a su amo, ignora (bestia que es) la diferencia sustancial entre sus tres tiempos.
1. En el principio fue el teatro. O más bien, la misteriosa barraca donde se exhiben los engendros de natura y uno que otro abominable producto del afán transformador del ser humano. Jorge Zárate, el genio creador de “Bazurra”, se muestra tímido y sujeto a un asfixiante formalismo que resta brillo (allegro assai) a la presentación del fenómeno. Podría recurrir al Ostión.
Y, pese a todo, el público decide participar. Ríe, se sorprende, se interroga sobre la naturaleza verdadera de la criatura. En el paroxismo de su entusiasmo, salta al escenario y se mezcla con su propio Doble: la señorita ficción.
2. Nunca segundas partes fueron buenas. La adormidera (adagio) labra su camino por los intersticios de la mente del espectador, atrapado como está en el dilema metafísico de escuchar un diálogo filosófico de la subespecie beckettiana emanado de las bocas de dos actores que, sobre el escenario, no piensan. Está en Chino.
La telaráñica disertación sobre la existencia duplicada, la posibilidad de poseer dos cuerpos, queda zanjada cuando Rodrigo Murray, a pesar de afeites y peluquines, consigue el milagro de permanecer siempre igual a sí mismo, y, cual auténtico Tomasito, transitar sonámbulo a lo largo de toda la obra.
Víctima de los efectos narcóticos, Antonio Castro se duerme también y los atolondrados tramoyos, vestidos de afanadores para la escena de hospital, se cuelan con idéntico atuendo en el contexto altamente contrastante de un laboratorio diseñado ex profeso por el doctor Caliguiri y cuya máquina transmigradora recuerda inevitablemente a las legendarias consolas de iluminación instaladas en los teatros de Don Julio Prieto.
3. Sorpresas te da la vida. En la agonía de su existencia (el taurino tercer tercio), el monstruo escénico recobra súbitamente la avasalladora temeridad de su fuerza bruta (allegro molto) y se impone a sus atónitos espectadores.
El prodigio se produce, para regocijo de propios y extraños, cuando la actriz que es Clarissa Malheiros recobra su alma y la coloca en un cuerpo con una misión definida sobre el escenario, mientras el Ostión comienza a hablar con su adorable acento portugués.
La vitalidad recobrada y la claridad de la situación se transmiten a Jorge Zárate, ahora poseído por el alma sambera del Ostión, y a la puesta en escena que entonces, sólo entonces, puede comprobar uno de los argumentos centrales de la metafísica recreativa de Hugo Hiriart: la caracterización es el Doble auténtico del actor.