Proceso
Columna Teatro
Galaor
Rodolfo Obregón
Por últimos días, y si el tiempo lo permite, usted puede ser testigo de las múltiples proezas y exóticos prodigios que se dan cita, de domingo a miércoles, en el Claustro del Centro Cultural Helénico. Si no, tendrá que esperar el fin de la monstruosa temporada de lluvias para asistir a las nobles hazañas de Galaor.
A la desvariante osadía de transportar la capilla, piedra por piedra, de Europa a México, se suma la no menos disparatada idea de escribir una novela de caballerías en pleno siglo veinte. Temerarias empresas que llegaron, después de míticos avatares, a buen fin.
Un nuevo episodio se añade hoy a los airosos lances del manco de Querétaro y el fantasioso escritor que hizo perdedizo al tiempo frente a las cámaras de televisión y en horario triple A. Galaor, la exquisita novela de Hugo Hiriart ha sido convertida, por artes de encantamiento, al teatro y es representada por un grupo de briosos actores bajo la dirección de Alicia Martínez Álvarez.
La excepcional transfiguración, obra de Jaime Chabaud, renuncia como es natural a personajes y tramas paralelas, pero otorga dramática fluidez al relato central, las andanzas del imberbe caballero para rescatar a la momificada Brunilda, y conserva el humor, la inventiva y el magnánimo lenguaje de la novela.
Las anacrónicas aventuras de los caballeros andantes, que toman rumbos insospechados al confrontar su código de honor y cortesía con una auténtica corte de los milagros y una variopinta zoología fantástica, dan pie a la aspiración épica de la puesta en escena.
Frente a los serenos muros de la capilla, que permanecen casi como intocable telón de fondo, el joven elenco se multiplica, corre, salta, se desgañita y pelea animosamente para sostener la atención del espectador en su fabuloso relato. No siempre lo consiguen.
Las veleidosas mudanzas del ánimo se complacen tan pronto en la antigua sonoridad de la palabra, en la aguerrida realización de una batalla, en el eco goyesco de una imagen, como se desencantan con alguna rígida caracterización, la inflexión coloquial o un vestuario que, a falta de imaginación, ilustra torpemente la fantasía.
Trepados sobre sus personajes, el pundonor del elenco no disminuye la disparidad del tono actoral. La osada valentía de la juventud, como demuestra el ingenuo protagonista de esta historia, paga el precio de sus atractivos encantos. La serenidad de las barbas encanecidas, como comprueba aquí el noble caballero Ontiveros, es el único antídoto contra el monstruo monocromático.
Los azarosos resultados no restan valor, sin embargo, a la fatigosa labor de Alicia Martínez, a la que contribuye ampliamente la música original de Alejandra Hernández. Con un mínimo de elementos, como corresponde al verdadero ejercicio creativo, la música acompaña, comenta, atrae y establece, con citas que van de las medievales trompetas a una descompuesta ópera china, la atmósfera lúdica del espectáculo.
Después de haber puesto severos reparos a la lectura del Amadís, uno del los insignes predecesores de Galaor, Juan de Valdés concluía su ancestral ejercicio crítico con estas palabras que hago mías: “Y vosotros, señores, pensad que, aunque he dicho esto de Amadís (Galaor), también digo tiene muchas y muy buenas cosas y que es muy digno de ser visto y oído de los que quieren aprender la lengua”. Añado: y las artes del escenario donde con mayor verdad se expresa.