Proceso
Columna Teatro
Espectáculos de la memoria (IV y último)
Rodolfo Obregón
La caída del Muro de Berlín no puso fin a la historia, pero sí abrió las puertas del teatro mundial a creadores y grupos provenientes de la Europa Oriental, donde, lógicamente, el teatro sufrió una grave redefinición (que aún no termina) en términos de su relación con el público.
Con la apertura de las fronteras, el teatro dejó de ser Parlamento, Iglesia y Prensa libre; y sus creadores, expertos en “eludir la suspicaz vigilancia del Estado” (como diría Brecht), se toparon con la dificultad de hacerse escuchar en un ámbito donde toda verdad se sofoca por el hecho mismo de que puede ser pronunciada.
Sin embargo, la nueva situación permitió a creadores tan importantes como el checo Otomar Krejca, que habían permanecido en el exilio, reencontrarse con sus actores –la lengua de un director–, con su identidad y con su público.
A otros, por el contrario, les permitió salir y encontrar los medios para su sobrevivencia como compañías en los festivales y giras europeas. Tal es el caso del ruso Lev Dodine y de los grupos “Katona József” de Hungría y del lituano “Jaunimo Teatras”, entre muchos más.
Bajo la dirección del enigmático Eimuntas Nekrosiuss, el Jaunimo Teatras había conquistado Europa con una creación extraordinaria en términos de narrativa plástica, a la manera de Kantor o Josef Szajna, sobre el atormentado universo del pintor georgiano Nico Pirosmani (Pirosmani, Pirosmani).
Enfrentado a la gran literatura dramática, Nekrosiuss conmovió al mundo teatral con un Tío Vania donde no desdeñaba el hiriente humor contenido en las obras que Chejov llamaba “comedias”. La profundidad interpretativa de sus actores, aunada a la singularidad extraordinaria de sus imágenes y símbolos escénicos, creaban un universo chejoviano tan atractivo como estremecedor.
Otros grandes espectáculos, como el Tartufo del Thèâtre du Soleil (ambientado genialmente en un contexto islámico) o la puesta en escena de Madame Butterfly hecha por Bob Wilson en La Ópera de la Bastilla, dan cuenta de la plenitud alcanzada por el teatro en los estertores del siglo que se fue; pero la creación que abre caminos, en un tiempo en que creíamos haberlo visto todo, es sin lugar a dudas El hombre que..., de Peter Brook.
La exposición de casos de disfuncionamiento cerebral, a partir del libro de Oliver Sacks y la investigación de campo, se sucede a manera de tranches de vie, sin dramatización, historia, ni mucho menos conclusiones, para terminar con la proyección en dos monitores de imágenes científicas del cerebro.
Apoyado por un guión de Jean-Claude Carrière y con un reducido grupo de actores, donde sobresale la inolvidable interpretación de Yoshi Oida, Brook desafía los conceptos dramáticos tradicionales y llega al límite del despojo de las convenciones espectaculares, eliminando los oscuros inicial y final, haciendo cambiar de roles a los intérpretes (todos médicos y pacientes) en fracción de segundos, suprimiendo en la mente del espectador las diferencias raciales de cuatro actores provenientes de distintos rincones del planeta.
El resultado, que se acerca definitivamente a la transparencia y la fluidez largo tiempo anheladas por Brook, sólo puede ser calificado como un teatro de lo esencial. Los vericuetos de la mente, de la que sabemos tanto y tan poco, son abordados desde una perspectiva contemporánea que guarda sin embargo un misterio eterno.
El propio Brook continuó esta exploración en Soy un fenómeno, el caso de un “memorioso” para quien no existe el olvido y, por tanto, pasado y presente son un tiempo indivisible. Y el inglés Théâtre de la Complicité, uno de los grupos más reconocidos de la actualidad, se aventura también en la formulación teatral de territorios descubiertos por la ciencia.
Nuevamente en coincidencia con alguno de los postulados de Italo Calvino o con el exhorto de Lorca recogido ya en esta columna, el teatro finisecular hace suyo el desafío de encontrar el orden mental, la exactitud, la inteligencia, que el hombre contemporáneo reconoce en el pensamiento científico, y, al mismo tiempo, la imaginación, la verdad filosófica y poética que este pensamiento entraña.