Proceso
Columna Teatro
Señor presidente Ubú
Rodolfo Obregón
Hace más de quince años, Jesusa Rodríguez llevó a escena, con el grupo Atrezzo, su desenfadada versión de uno de los grandes dramas shakespeareanos, bajo el título ¿Cómo va la noche... Macbeth? Incipiente espectador teatral, fui deslumbrado por la inventiva de aquel espectáculo, con sus batallas a tijera limpia, su Macduff travestido y su manera de involucrar en el juego al espectador otorgándole con el programa de mano una ramita que, si bien algunos estuvimos tentados a fumarla, se levantaría al final de la obra para que el protagonista viera cumplida la mortal profecía del bosque que avanza. Años después de aquel gozoso encuentro, el entusiasmo cedió su lugar a una pregunta: “¿Y dónde quedó Shakespeare?”
Para nadie es una novedad que el Ubú Rey de Alfred Jarry es una gran farsa paródica del Macbeth shakespeareano y, curiosamente, la puesta en escena de Marco Antonio Silva y Carlos Corona, que se presenta con gran éxito de público todos los martes en el más activo trampolín del teatro mexicano: La Gruta, guarda una gran cantidad de similitudes con aquel espectáculo, tanto desde el punto de vista estilístico como en su aproximación al texto elegido.
La versión libre de Silva y Corona, quien interpreta al pantagruélico protagonista, es clara y coherente desde los epígrafes del programa de mano, tomados de “El Príncipe de Dinamarca, El Príncipe de Maquiavelo y El Príncipe de la canción”, hasta su ondeante final con los verdes, blancos y colorados vuelos atrapados por la magia del tecnicolor.
Desde la enunciación de la ya mítica primera palabra del texto, donde, junto con el valor de escándalo ha desaparecido el defecto de dicción del Padre Ubú –mierda por mierda–, la adaptación se deslinda de los valores que el tiempo ha dado a esta obra, instauradora de la vanguardia, como parte ya de la tradición teatral; de un texto que Roland Barthes definiera como: “una obra malcriada, cuya mugre debe resultar tan inoportuna como una inmundicia en un salón, por suponer la promesa de una agresión a corto plazo”.
Este Ubú Rey comparte acaso con el original el empleo de una picaresca escolar, análoga a la que Jarry mismo tomara de los hermanos Morin, que se traduce, con la ayuda de César Jaime Rodríguez, en la adecuación de los nombres (Cabrolao por Bourgelao, Bazurra por Bordure), la geografía (Constantinopla por Polonia), y en la presencia de un lenguaje escatológico de gusto claramente puberto.
Lejos de la brutalidad irracional del monstruoso monigote, el Ubú de Carlos Corona se apoya en el humor directo, casi transparente, del juego de palabras y en una ocurrente puesta en escena que fluye con absoluta eficiencia sin detenerse, para delicia del respetable, en ninguna valoración interpretativa. La cadena de gags, puesta en el escenario de un cómodo cabaret y previa estocada de un par de tragos, podría matar a alguien de risa.
Al gusto del teatro como juego inconsecuente, tan practicado hace un par de décadas, contribuye una muy ágil escenificación, sobre un sencillo y versátil dispositivo espacial, donde los cuatro actores (Carlos Corona, Haydée Boetto, Jorge Zárate y Carmen Mastache) echan el bofe, seis litros de sudor, y consiguen una unidad y precisión francamente loables. Entre la veintena de personajes interpretados por el breve elenco y un par de muñecos amigos, sobresale la chispa y contundencia de un Capitán Bazurra impecablemente realizado por Zárate.
En extraña simetría atemporal con el Macbeth de Jesusa, el clímax de la puesta en escena atrapa al espectador en una frenética batalla, obligándolo a sostener con los actores un intercambio de balas o bolas de mierda. El regocijo público se acentúa con las cada vez más evidentes referencias al patrio presente; nuevamente a contrapelo de las intenciones originales del autor, que, según Geneviève Serreau, eran: “estrangular, de una vez para siempre, lo verosímil en el teatro, negando la realidad del tiempo, mediante el uso sistemático de anacronismos; la realidad del espacio mediante una confusión, no menos sistemática de lugares y, en último extremo, la realidad del hombre...” Al fin y al cabo, para Jarry, Polonia no representa sino el culo del mundo.
Años después de aquel Shakespeare en La Capilla, la pérdida de la inocencia no me permite compartir el entusiasmo de quien asiste virgen a este coherente y muy bien realizado montaje. No puedo dejar de lamentar que la obra que transgredió todas las convenciones teatrales y sociales de su tiempo, se instale ahora en la perspectiva y ligereza del gusto convencional. A diferencia de aquel entonces, la pregunta me asalta desde los primeros momentos del espectáculo: ¿Y dónde quedó Alfred Jarry?