Proceso
Columna Teatro
La tectónica de las nubes
Rodolfo Obregón
Desde que las celebraciones representacionales dieron lugar al nacimiento del drama, el peculiar empleo que éste hace del tiempo determina su singularidad y su naturaleza. El teatro, ya sabemos, es “el arte del presente”, y lo es por una doble vía. Primero, porque el drama ‘acontece’ o, como lo decía Usigli, “es activo y actual y nunca pasado ni rememorado”. En segundo lugar, porque la representación es inevitablemente “arte de la presencia”.
Al interior del drama, el tiempo funciona también en muy peculiares maneras: la más evidente, quizás, como una mecha que se agota conforme transcurren los acontecimientos que terminan por hilar el componente dramático privilegiado por Aristóteles: la trama. Así, los personajes, para cumplir con sus destinos en el devenir del drama, luchan permanentemente contra ese tiempo que se agota. Al resultado sensible de esta batalla le llamamos tensión dramática.
Por estos motivos, no deja de ser sorprendente, y atractiva, una obra dramática que, si bien obedece en su estructura general a la línea aristotélica de progresión continua, plantea a su interior el manejo de la relatividad del tiempo. En La tectónica de las nubes, de José Rivera, los tres personajes confluyen y se mueven en el mismo tiempo de la acción, pero cada uno de ellos vive en una temporalidad diferente. La aparición de Celestina del Sol en la pequeña vida de Aníbal de la Luna adquiere la dimensión simbólica del eclipse, esa noche en pleno día, que suspende la noción de un tiempo único –todos los relojes se congelan– y permite la convivencia de tres personajes cuya percepción temporal está determinada por la movilidad de su propia existencia.
Celestina del Sol, con un embarazo de dos años, encarna la dimensión mítica, la herencia cultural de los “hispanos” en los Estados Unidos, y, por lo tanto, se mueve en un eterno presente que remite a la confluencia de pasado y futuro en el tiempo original. La vitalidad de ese presente puro viene a romper (¿durante días, años, minutos?) la pesantez y el aletargamiento –tiempo expandido– de la mediocre y desarraigada sobrevivencia de Aníbal de la Luna. Un tercer personaje: Nelson de la Luna, hermano de Aníbal asimilado a la “vida americana” al grado de formar parte de su máxima institución, irrumpe en la acción en la vorágine –tiempo precipitado– de quien ha descubierto en la guerra la eternidad del instante.
El triángulo amoroso que se deriva de estas tres maneras de estar, su desarrollo y desenlace, dan como resultado momentos de indudable riqueza dramática y un diálogo cargado de lirismo, que si bien corre el riesgo de topar con la sensiblería, mantiene a la obra en una dimensión poética poco común en la dramaturgia que sube habitualmente a nuestros escenarios.
Si el texto explora nuevas formas narrativas para un tema tan tratado como la pareja o la trascendencia de la relación amorosa, y rechaza los convencionalismos asociados al mismo, no puede entenderse entonces la falta de riesgo y exploración en la puesta en escena que, con un equipo de colaboradores de varias nacionalidades, firma William Payne.
En un primer momento de la obra, el salto de un efecto naturalista –la lluvia– a una deliberada convención espectacular –el diálogo frente a los micrófonos, confesionarios de nuestro tiempo– presagia el empleo de una teatralidad anti convencional acorde a la estructura de la materia dramática. Sin embargo, estos recursos, que se repiten hacia el final de la obra, no adquieren un desarrollo escénico que permita trascender el nivel de la ocurrencia y ceden su lugar al habitual apartamento donde se realizan los gestos habituales en los habituales tiempos de la ilustración de realidad que suele malinterpretarse con el nombre de realismo.
Sorprende, sobremanera, la nula interpretación de la puesta en escena con respecto a la divergencia temporal de los personajes, ya sea radicalizando a manera de contraste el entorno realista o encontrando los equivalentes en la significación actoral para los tiempos en que palpitan sus criaturas.
La falta de contundencia en el discurso espectacular, que va desde el acabado de las paredes del apartamento hasta la pista sonora, es mucho más sensible –obviamente– en el terreno actoral. Frente a la dificultad de dirigir en una lengua que no es la propia (“el teatro se dirige con el oído”, diría Bergman), el director de escena tampoco exige a los actores la construcción de una presencia definitiva que justifique a cada instante su estancia sobre el escenario.
Arturo Reyes (Aníbal de Luna) sucumbe, como en anteriores ocasiones, a la tentación de empatar sus propias características con las del personaje. Cuando esto sucede, principalmente en un registro de amable sinceridad, logra por instantes despertar ciertas sensaciones de ternura en el espectador; pero cuando las circunstancias de la obra le obligan a ir más allá de sí mismo, es incapaz de conseguir la complejidad que exige toda vida escénica. Esta falta de una personalidad elaborada es puesta en evidencia por la aparición de un auténtico caribeño: Ricardo de la Rosa (Nelson). Más arrojado en términos emotivos, si bien proclive a la exacerbación melodramática, este actor deja muy claro que en el teatro no basta con “ser”; los problemas de caracterización resueltos en este caso se traducen a menudo en una dicción ininteligible para el espectador mexicano.
Ambos actores, como las lunas de sus personajes, giran alrededor de la fuerte e inteligente presencia de Natalia Traven, actriz de amplia disposición, comprometida con su quehacer escénico, en quien se echa de menos una mayor maleabilidad emocional, pero quien, por lo visto, se aventura en la elección de textos de interés o es capaz de generar atractivos proyectos teatrales.