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Columna El Teatro
El españolismo de Tórtola Valencia, bailarina universal
Armando de Maria y Campos
El 9 de enero de 1919 bailó por primera vez en México, en el escenario del Arbeu, la genial y desconcertante bailarina española Tórtola Valencia, una de las artistas cosmopolitas de más fuerte personalidad. Tuve la fortuna de girar en el círculo de sus amistades mexicanas, desde la noche misma que llegó a México –entró por la estación de Buenavista– a fines de diciembre del 18. Tuve también ocasión de oírla hablar en público y en la intimidad, infinidad de veces. Le oí cosas estupendas, que no he olvidado. –"Yo soy más española fuera de España", decía. O bien: –"Soy una extraordinaria bailarina universal, pero no he dejado de serlo española, proque aprendí los bailes españoles del pueblo; yo vengo de muy abajo..."
Era –entonces; creo que aún vive; cuando en 1940, pregunté por ella a los españoles que nos trajo el mar, supe que residía en Barcelona– alta, esbelta, perfectamente formada, ligeramente morena, con el cabello negro, abundante, de reflejos azules, ojos negros y brillantes. Dotada de una gran facultad de asimilación y de una intuición plástica prodigiosa y vibrante a los acordes de la música como una sensitiva, con instrucción histórica seria y con un buen gusto excepcional, supo reproducir en la escena los bailes populares de España, las danzas hieráticas del antiguo Oriente, resucitando un pasado arte del que no dan cuenta plástica más que los antiguos relieves y pinturas policromas de Egipto, de Babilonia, de Persia, de Indostán...
No tuvo maestros de baile; ella llevaba el baile dentro desde que nació; el baile español y el de todos los puntos cardinales. Nació bailarina. Recuerdo que me refirió su iniciación en el baile, y su relato prueba lo que en el mundo significa el vigor de una fuerte voluntad.
–Nací en Triana... Alguien ha dicho que soy catalana; pero no lo creas. ¡Soy andaluza desde el vientre de mi madre...! Estaba sola en Londres, tenía 12 años y mis padres habían muerto. No tenía qué comer y un día se me ocurrió presentarme al empresario de un teatro. Le dije: –Yo deseo ser contratada por usted. –Y tú, ¡qué sabes hacer?, me preguntó... Yo no sabía hacer nada absolutamente, y sin embargo, le mentí. –¡Se bailar...! –¿El qué...? –Lo que toquen. Pasamos al escenario. La orquesta tocó una rapsodia de Liszt; yo llevada por mi gran sentimiento musical, la bailé. –No está mal, pero eres todavía poca cosa para este teatro. Y no me contrató. Pero había aprendido lo que más importaba, que podía bailar lo que tocaran...
Luego se cruzó su vida con la del pintor Zuloaga. Fue la primera bailarina de España que rendía por igual a los críticos calós, indoctos y espontáneos, y a los eruditos en coreografía universal.
–Yo tengo –me dijo otra ocasión, y sus palabras son las mismas que reproduzco, porque las tomo de apuntes que aún conservan la rúbrica gruesa y enérgica de la bailarina que, como precursor de los cazadores de autógrafos le pedía estampara en las notas que delante de ella tomaba– una personalidad propia en todo; soy original hasta en los menores detalles. Es posible que yo sea extravagante; quizás, pero lo prefieren a lo vulgar. Nadie me hace los dibujos para los trajes de mis danzas; sino que yo misma los ideo, y hasta los coso, durante las largas travesías por mar... Otra confidencia desconcertante: –¡Mi vanidad!; sí, mi vanidad se alimenta de muchas cosas. ¡Ya lo creo...! De que soy una mujer extroardinaria que ha sabido luchar contra todos los asquerosos hombres del mundo...
Española y sevillana –¡Soy española dos veces!, me decía– era una bailarina personal, porque creaba su arte. –"Cuando el pueblo español baila, crea; yo, cuando creo, bailo. Me basta ponerme una bata de percal trianera, para con sólo meterme en son, bailar...", me dijo otra vez. Y luego, abriendo uno de sus voluminosos álbums de prensa, señalando una página: –"Mira, lee..." Y yo leía: "Cuando Tórtola baila español no es una Carmencita, de Sargent, sino una maja de Anglada o de Zuloaga. Realizada la sugestión castiza, a todos nos admira con la pulcritud ecléctica con que ha querido y sabido documentarse en el inmenso libro del Kensington, reconstituyendo del noble arte del danzado lo más selecto, lo más eficaz, lo más típico, y es nueva Tanagra, nueva Kedeschett; tiene la inventiva de Michel Fokine, los atrevimientos alados de Nijinsky, la lascivia de Karsavina, la esbeltez medieval de Helena Rubinstein, la sobriedad de Sofía Feodorowa y se viste con la inagotable fantasía con que la vestiría León Bakst".
En sus viajes por América estudió la coreografía indígena. Cuando llegó a México en 1918 traía en su repertorio una danza incaica; cuando se marchó en 1920 ya había creado una danza con ritmos de Tehuantepec. Una y otra muy propias y hasta exactas, pero también muy de Tórtola. Ella explicaba la transformación así:
–El movimiento de los bailes indígenas es muy sugerente. Sobre él se pueden crear danzas soberbias. Es, por supuesto, poca cosa. Tiene excesiva monotonía. Mas, la fantasía y el temperamento de la artista deben crear lo que falta. Reparen ustedes, por ejemplo, en mi danza de la Bayadera. Yo podría bailarla como las indias. Pero necesito hacerla más artística, más grande y teatral, y creo nuevos ritmos y nuevas armonías, completando los de las mismas bayaderas...
He traído a una crónica estos gratos recuerdos de mi juventud, porque hace unas noches, en Bellas Artes, alguien me dijo que había que ser más tolerante con el escaso españolismo del espectáculo español que se presentaba ¡Como los Chavalillos se estaban formando fuera de España...! Tórtola empezó bailando en Londres, volvió a la Península, cuando era ya bailarina universal, y fue siempre España peregrina bailando...