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Columna El Teatro
Un homenaje a Leopoldo Beristáin y un recuerdo de sus mejores tiempos
Armando de Maria y Campos
El "Cuatezón" Beristáin, como en sus mejores años llamábamos todos al gran actor vernáculo Leopoldo Beristáin, recibió un homenaje de sus compañeros y un beneficio del público, que llenó el teatro que le brindó generosa hospitalidad con motivo de un oportuno aniversario, el viernes último. El beneficio fue efectivo, pues de catorce mil pesos que se hicieron de entrada, le tocaron, al viejo actor, siete mil netos, con lo que aliviará un poco su vejez cargada de recuerdos.
No pude estar presente en el beneficio, y lo siento, porque me privé de ver nuevamente en escena al actor que enciende en mi recuerdo una de las más gratas evocaciones, cuando en el María Guerrero representaba por 1909 o 1910, aquel bello sainete mexicano: En la hacienda, que decidió al todavía "actor mexicano de género español" a abrazar definitivamente el teatro nacional, refugiado en los teatruchos de barriada, como el María Tepache, el Cervantes, por las calles de Lecumberri; el Briseño, por las calles de Guerrero; el Apolo, por las de Mosqueta. Después vinieron La onda fría, La onda cálida, Entre las ondas; revistas en las que Beristáin hizo ya papeles mexicanos, y después aquella brillante temporada en el Apolo, con Amparo Pérez, tiple mexicana de extraordinaria personalidad y arrastre –temperamental, le llamaríamos ahora–, que culminó con aquel episodio pintoresco del cierre del teatro en plena función, con la captura del "Cuatezón" Beristáin, de Amparo Pérez, de Jasso y de Acevedo, por órdenes de Victoriano Huerta.
Se representaba una piececilla de Xavier Navarro, a quien ya se empezaba a llamar "El Pato", por el éxito resonante que estaba obteniendo su zarzuela mexicana El pato cenizo, cuando de pronto hicieron irrupción en la sala del teatrillo los esbirros del director, treparon el escenario y capturaron a los actores, conduciéndolos caracterizados como estaban a la 3a. Demarcación, a media calle, cruzando las de Mosqueta, Santa María la Redonda, Comonfort, etc., seguidos de todo el público del teatro que no se atrevía a dar mueras a Huerta, ni vivas a la revolución, como seguramente lo deseaba, pero que iba armando un alboroto imponente. Amparo Pérez había sido sorprendida en bata –bailaba una rumba cuando fue aprehendida– y así, medio desnuda, también era conducida a la Comisaría, en medio de risas, gritos y chiflidos a los "cuicos" un poco alarmados del alboroto que habían levantado.
En presencia del señor comisario Beristáin –que iba vestido de charro y para simular que tenía frío, se había envuelto en su cobija multicolor– preguntó al funcionario que se hallaba detrás de la "barandilla" por qué habían sido presos él y sus compañeros en plena función y trabajo. El comisario, tal vez intimidado por el griterío de la gente –el público del Apolo, que se había interesado por el desenlace del episodio– que se asomaba por la ventana de la oficina e invadía la Demarcación, le repuso únicamente que para recomendarle a él, al "Cuatezón" Beristáin, que representara un "teatro menos colorado" –recuerdo la frase como si la estuviera oyendo– y que se abstuviera la compañía, que el actor mexicano dirigía, de propasarse en ademanes poco decentes. Y... ¡que estaban todos en libertad!...
El alboroto que se armó en la calle fue extraordinario. Hubo vivas a Beristáin y a Amparo Pérez y mueras al comisario y a los gendarmes. Los más entusiastas levantaron en hombros a Beristáin, mientras la Pérez ocupaba una carretela abierta, y los actores libertados, seguidos de numerosa comitiva, volvieron al Apolo, donde todavía encontraron público que los recibió con aclamaciones, subidos en las butacas y con dianas de la orquesta, que dirigía el maestro Berrueco. La función continuó, en medio de ovaciones delirantes para Beristáin, para Amparo Pérez, para Jasso, para Acevedo, para el coautor Careaga de quien era la obrita que había provocado la intervención de la policía, no porque tuviera "calambures" como aseguró el celoso y servil comisario, sino porque hacía alusiones sangrientas al dictador Huerta...
Un lleno formidable que no dejó lugar disponible para quienes no tuvimos la precaución de pasar por las taquillas, me impidió estar presente en el homenaje al gran Beristáin, uno de los artistas mexicanos de más vigorosa personalidad de los primeros y, desde luego, el más constante que llevó a la escena los tipos mexicanos particularmente el del indio, del que hizo una todavía insuperada creación y cuya popularidad por aquellos tiempos que recuerdan estos renglones, sólo era comparable a la que disfrutaban otros dos ídolos del público, María Conesa y Rodolfo Gaona...