Novedades
Columna El Teatro
Filosofía frívola por falta de novedades que comentar
Armando de Maria y Campos
¿Si no fuera por la temporada de ballet que se desarrolla en Bellas Artes, con dos turnos de abono totalmente cubiertos y una serie de funciones extraordinarias para la que los boletos están, también reservados, qué espectáculo de calidad e importancia ofrecería la populosa ciudad de México a sus poco aficionados al teatro habitantes, a su turismo provinciano o norteamericano? Ninguno. De ahí la congoja del cronista al que le está vedado comentar directamente en su columna el espectáculo de los ballets rusos.
Verdad es que en el Lírico se colgó un título de revista, y no lo es menos que la difícil noche del sábado –una golondrina no hacer verano en la taquilla– la salvaron los empresarios del Arbeu provocando la curiosidad de un sector de público poco afecto al teatro que fue a ver un número sin pies de cabeza: el matrimonio por supuesto simulado entre varias estrellas de ambos sexos del cine nacional. No vale contar el número de representaciones que con vista al centenario y de espaldas al éxito de público le acumulan los directores del Fábregas a la pieza de Casona Las tres perfectas casadas. Ni la reposición en el Ideal del melodrama Madre Guana, cuya cita en este comentario se justifica, en parte, porque uno de sus papeles fue interpretado por el joven galán procedente del cine nacional Narciso Busquets, debutante en la comedia, y quien, por cierto, no carece de condiciones y cualidades para hacerse un buen actor.
No quiere el cronista pecar de exigente, pero ¿tiene o no razón al lamentarse de la anemia teatral que sufre la metrópoli? Aprendemos en la historia los hechos, los acontecimientos, los nombres, las fechas, el tiempo en suma, sobre la realidad de un país, más ¿cómo saber en cada periodo cómo crecen los hombres, aquilatar las ideas, los sentimientos, las costumbres, la fisonomía, el lenguaje, todo lo que constituye el ser vivo del conjunto nacional? Este conocimiento, aun más que la pintura, la poesía, la novela, nos lo da el teatro. Porque el autor dramático o cómico y el representante, es decir, el actor, lo que se proponen es esto: fijar caracteres, modos de decir y hacer, y girar siempre en torno de las costumbres de su tiempo.
México, durante la Colonia, después durante el siglo XIX, también antes y después de la revolución y hasta antes de la II Guerra Mundial, tuvo un magnífico teatro, quizá el mejor de América española durante la Colonia, y tan excelente como el de la Argentina hasta antes de la Guerra Mundial y estudiando este teatro, y, aun mejor, comparándolo con lo que ahora se representa en el Lírico y en el Arbeu, en el Colonial y en el Follies, es como podemos saber cómo eran los hombres y las cosas, cómo se movían –no importa que durante la Colonia fuera al modo de la metrópoli española– y cuál era el grado de su sensibilidad e inteligencia. Después durante los últimos años del porfirismo, durante la revolución, en los periodos de luchas políticas, el autor que escribe revistas, el que hace teatro frívolo y volandero, siempre se halla sujeto a la actualidad y se convierte –lo he repetido muchas veces– en periodista, que lleva a la escena, para que los representen, sucesos de la historia que pasa. Ahora no hay eso. Vaya el lector a cualquier teatro del género ligero y observe al Resortes, al Jasso, al Chicho, al Borolas, al Harapos, impotentes seguidores de Cantinflas, simples clowns o tontos de pista. El actor frívolo que interpretaba la actualidad, que escribía el autor periodista del tipo de Pablo Prida y Tirso Sáenz, como Beristáin, como Soto cuando al irse Beristáin ocupó ese puesto, porque después él fue el verdadero autor, improvisador y repentista, de su género, culmina en Cantinflas, quien, sin saberlo, crea un gran tipo de actor mexicano, que degenera Medel al limitarlo a simple payaso, pretexto para hacer el actor en escena lo que le da la gana, siempre con ambiciones de originalidad, que produce tipos como Tin Tán, Palillo, o parejas para públicos con tragaderas que no catan, como la de Los Kíkaros y aun grupos tan desdichados como Los Tex-Mex, quienes también, y aunque parezca increíble, tienen su público, que no los ve –menos mal, el de radio– y que los ve y los celebra, el que paga los boletos más económicos en los teatros frívolos y las copas más caras en los clubes nocturnos...
Y que no se nos diga que estos actores hablan para el pueblo, que son autores mucho más que actores, puesto que nadie les escribe lo que dicen, que escriben para el pueblo. Escribir para el pueblo –decía Juan de Mairena a sus discípulos– es escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas inagotables que no acabamos nunca de conocer. Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe... Y en un tono de mayor altura, y la cita en este caso nada tiene que ver con el estado actual de nuestro teatro frívolo, Mairena ejemplifica: Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. (¿El éxito inicial de Cantinflas no fue hablar cómo y para el pueblo?). Termino con una sentencia de Mairena: Ayudadme a comprender lo que os digo y os lo explicaré más despacio.
Por supuesto, otro día.