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Siempre, 12 de junio de 1974

 

Teatro

Rafael Solana

Los chicos de la banda de Mart Crowley, dirige Nancy Cárdenas

Una publicidad escandalosa, que se prolongó a lo largo de seis meses, y en la que se hizo participar, descomedidamente hasta al presidente de la República, además de otras personalidades de rango no tan alto, logró crear en torno a la comedia norteamericana Los chicos de la banda (1) una curiosidad que no dejaba de tener algo de morbo. Se corrió la voz de que la pieza era tan atrevida, que un delegado había negado la autorización para que se representara en su perímetro. El presidente respetó esa decisión aunque dejó entender que vería con buenos ojos que algún otro delegado sí la permitiera en el suyo.
           
Pero una campaña propagandística de esta naturaleza tiene dos filos; si, por una parte, despierta interés y llama la atención popular a cerca de la existencia de una obra, por la otra alerta a muchos de los posibles espectadores haciéndoles temer que se trate de algo vulgar, corriente, barato (hubo un sonado caso de propaganda parecida el año pasado) y crea desconfianza. De Los chicos de la banda anticipaban, quienes no la conocían, que de seguro sería una comedia tosca, un largo sketch, o una serie de ellos sin pies ni cabeza, sin más mérito que el de provocar el escándalo de las personas decentes. Un documental de la vida de los jotos, con su léxico propio, sus pintorescos trajes y sus curiosas costumbres, sus bailes y sus cantos. Y esto, por muy instructivo que pudiese resultar, y novedoso para algunos, no sonaba muy atrayente para todos. Así, la noche del estreno, mientras algunos espectadores al llegar al teatro destilaban euforia, otros se mostraban amoscados y temerosos.
           
No acudimos al estreno, pero tuvimos fidedignas informaciones acerca de que aquello fue un tumulto; un gentío, 30% de caballeros, otro tanto de damas. Al día siguiente también había una gran entrada, ya sin invitados ni periodistas.
           
El tema de la obra, que en tiempos todavía no lejanos pudo ser considerado inmoral y antisocial, ahora, por el contrario, tanto van cambiando las cosas, puede ser tenido hasta por altamente patriótico, pues significa en cierto sentido una inteligente propaganda para algo que es muchísimo más eficaz que la píldora, y menos contra natura, como expediente para contener la explosión demográfica.
           
La cosa no sería completamente nueva; y la descubrieron en otros países; el escritor Ibrahim Fahri, en un reciente libro a cerca de su patria, Egipto (en otra de cuyas páginas menciona, usando la palabra original, al “machismo” mexicano) dice que “un profesor de historia, obsedido por el aumento de los nacimientos, demostró que la única política malthusiana coherente era el aliento a la pederastia, política tradicional de Estambul”.
           
Ni los más formales padres de familia (y todos los actores de la compañía lo son, menos los que, por jovencitos, no han tenido tiempo) se asustan actualmente con un tema que hace quince años habría puesto el pelo de punta al ingeniero Jorge Núñez, presidente de la Liga de la Decencia y a Carmelita Báez, la censura cinematográfica que era por encargo del licenciado Uruchurtu la vestal del fuego de las buenas costumbres; todavía en aquel tiempo se llamaba al amor que en esta obra aparece, con frase de Oscar Wilde, que algo sabía de eso, “el amor que no se atreve a decir su nombre”. Vimos a los espectadores de la función a la que nos tocó asistir asomarse a un mundo para muchos de ellos completamente desconocido no nada más con curiosidad, como si los hubiera llevado al país de las pigmeos o al de los esquimales, ni solamente con sonrisa de burla, como si estuviesen enanos o jorobados, sino con cierta simpatía, con cierto espíritu de comprensión, que, por otra parte, también los corcovados o los subdesarrollados merecen, desde que son nada más seres humanos como todos los demás, y no ya bufones como hace siglos fueron.
           
La de Mart Crowley que Nancy Cárdenas ha traducido y adaptado es, desde luego, una obra con todo lo que hay que tener, no un sketch, ni una farsa, ni un circo. No es perfecta; pero tiene más virtudes que defectos. Como los más graves de estos últimos le señalaríamos la contradicción evidente entre la premisa en que se funda todo el primer acto, la de que el visitante no invitado a quien se espera no sabrá comprender el ambiente en que va a encontrarse, por lo que se pide disimulo y contención a los asistentes a la fiesta, y la aserción, base del acto segundo, de que sí comprenderá, con una experiencia propia que se da como un hecho, por lo que todo disimulo se descuida; además encontramos que el personaje de Ángel, el más inconsistente de la obra, está con frecuencia olvidado, abandonado en la escena sin líneas ni reacciones. Como de mérito hallamos en cambio el que de los otros ocho personajes, en cierto sentido iguales, haya logrado el autor dibujar ocho personalidades tan distintas, tan claramente diferenciadas y matizadas. Uno de ellos, sin embargo, no nos gustó; el que, además de la característica que tiene en común con los otros, practica otros vicios, que sus compañeros no comparten con él; nos pareció este toque innecesario y falso, pues, pensamos, un vicioso, o prefiere la compañía de otros viciosos como él, o acaba por introducir hacia sus adicciones a las personas a quienes frecuenta; estos dos personajes, sobre nueve, han sido los que hemos encontrado débiles en la obra del dramaturgo. En el primer acto hay una especie de fallida explicación, algo necia y superficial, sobre si los causantes de la homosexualidad son los padres, que querían niña en vez de niño, y otras zarandajas igualmente idiotas. Por fortuna el autor no se encapricha en seguir por este camino seudocientífico que lo habría llevado no solamente a la falsedad, sino al aburrimiento, y pronto deja de parecer un sociólogo para reasumir el paso de comediógrafo.
           
También para la versión tenemos más elogios que reparos; pudo evitar la señorita Cárdenas (puede todavía hacerlo, si quiere) un giro idiomático de tan mal gusto como “comenzaba a iniciarse” (pleonasmo se llama esa figura) y tal vez no hay mucha exactitud en que se acuerde Miguel de películas que se estrenaron cuando él tenía cinco años (a menos que se quite 10 o 12, cuando habla de su edad, lo que no sería imposible); por lo demás, el idioma está lleno de color, de vivacidad, de fuerza, y da la impresión de ser auténtico.
           
A cerca de Nancy Cárdenas queremos confesar aquí que la teníamos, hasta ahora, por algo inflada. Como que la exaltaban y la premiaban un poco por demás, con más simpatías que juicio, sus amigos y sus amigas, que encontraban como obras maestras suyas trabajos de dirección (El efecto de los rayos etc, por ejemplo) (2) en los que nosotros no alcanzamos a ver nada del otro mundo; pero ahora, con Los chicos..., creemos que la señorita Cárdenas ha hecho un trabajo serio y brillantísmo, por el que con el mayor entusiasmo quisiéramos felicitarla. La empresa estaba llena de peligros, de escollos que Nancy ha sabido sortear, son algunos de ellos la vulgaridad, la obviedad, la monotonía, la caricatura, la insolencia, la leperada, la repetición, la pequeñez, la falsedad; la obra nos parece muy difícil de dirigir; pero Nancy ha movido la escena con animación sin caer en el mal de san Vito; la ha entonado con alegría sin aproximarla a la pachanga; ha dado con el justo tono de humorismo que no se parece a la chacota; ha sido fiel sin ser documental; ha sido graciosa sin ser chauacana; dramática sin ser patética (salvo en un personaje); comprensiva sin ser propagandística; crítica sin ser judicial. Con personajes que en otras manos pudieron ser fantoches risibles, ridículos, ha llenado el escenario de vida. Ella debería salir todas las noches, no  solamente la del estreno, a recoger aplausos que se ha ganado ampliamente.
           
Nos queda ya sólo, tras de elogiar la escenografía (3),que es estupenda, hablar de los actores. Sobre nueve, sólo haremos objeciones a tres, mientras nos parecen admirables cada uno en su medida, los seis restantes. Hemos de comenzar por Sergio de Bustamente, a quien desde Calígula no habíamos visto tan bien ni en Israfel, obra por la que fue tan alabado. Quiso la  señorita Cárdenas, y encontramos acertada su decisión, evitar que hicieran los papeles de esta obra actores que fueran en la vida real como sus personajes, excepto dos, Carlos Cámara, y Arsenio Núñez, que es negro y fue escogido para hacer un papel de negro. A los demás se les pidió que exhibieran acta matrimonial, y por lo menos un par de hijos vivos. Ya se ha comprobado que los viejos hacen mal el papel de viejos y los chinos el de chinos, y los borrachos  el de borrachos, y las coscolinas los de eso. Los papeles que ocho de los nueve actores tienen que hacer, de homosexuales, son de los más socorridos y aparentemente fáciles que hay en el teatro; se dice que un papel de ciego, uno de morfinófano, uno de borracho o uno de joto, cualquiera los hace; sobre todo el de borracho; no se puede estar mal en ese papel; si se le olvidan a uno las líneas, si habla confusamente, si se tropieza y se cae, si lo tira todo, si se orina uno en escena, todo le viene bien al papel y dirá el público que estuvo uno admirable. Y así son también algunos de los papeles de lilo, tales como los han hecho, en obras en que son personajes episódicos, muchos artistas.  Augusto Benedico, en cambio, hizo una vez uno discreto y medido, equilibrado, muy inteligente y de muy buen gusto. Con Los chicos de la banda la directora sólo un personaje dejó de ese color, del desatadamente cómico, del de “pelo suelto”, y es el que hacen dos veces a la semana el poeta Alejandro Aura y las demás el bailarín Sergio Corona. El personaje de Bustamente no es así de chistoso; tiene fondo, tiene drama, tiene humanidad, y encuentra en este otro Sergio un intérprete talentoso y eficaz.
           
Como ocurre en muchas piezas teatrales ( y a los toreros), los actores brillan según el papel (o el toro) que les ha tocado; pensamos que el segundo papel de la obra es el que fue repartido al artista chileno Ricardo Cortés, a quien no conocíamos, y que nos ha parecido admirable, al grado de que diríamos que da cátedra, que su actuación es perfecta e impecable, una verdadera creación artística; viene luego el papel de Corona, que es el más fácil, el más obvio; pero para arrancar las risas que Sergio arranca se necesita tener una simpatía personal, un ángel, una autoridad sobre el público, que Corona tiene pero que tal vez otros artistas de menos rango no habrían tenido.
           
El papel más bello, más gallardo y más humano y el que viene a ser la clave de la obra nos parece ser el que repartieron a Juan Allende; es menos vistoso, sobre todo al principio, que otros; pero acaba por tener su escena, su aria, y Allende está en él sincero, emotivo, respetable; creemos que es el mejor trabajo de su carrera; nos gustó mucho también, aunque tal vez está algo excedido, por momentos, Miguel Ángel Turrent que también debe contar esta obra como el mejor triunfo hasta ahora alcanzado en su corta carrera, sobre todo si consigue rebajarse un poco. Y nada tenemos que objetar, sino todo lo contrario, al personaje pequeño pero bien entendido y simpático, que hace el debutante Juan Claudio Bails.
           
Menos nos convencieron Arsenio Núñez, sin experiencia, y muy inferior al cuadro dentro del que se le ha puesto; y, no por ellos mismos, que son buenos artistas, sino porque bailan con las más feas, con los papeles menos simpáticos, Carlos Cámara y Sergio Jiménez; Jiménez es un artista de talento y con un historial brillante, lo que justifica que se le otorgue uno de los mejores créditos; pero ni físicamente encaja en el papel de judío preocupado por el fantasma de la obesidad tampoco da (no está en el papel) la intoxicación a que se somete, y que le deja más impasible que los que solamente toman alcohol, fuman tabaco; nos parece uno de los papeles mas descuidados por el autor pero el  más flojo, y el que la directora permite bordear el patetismo y acercarse un poco al ridículo, el verdadero hueso de la obra, sin rasgos de simpatía ni de gracia, y con lo que tiene de humanidad algo cursi y acartonado, fue Carlos Cámara, que llega a parecernos, si no precisamente el villano, por lo menos el pobre diablo de la pieza.

1. Que tuvo lugar el 22 de mayo. Currículum de Nancy Cárdenas. A: Vertical. CITRU-INBA

2. Cuya crónica del 30 de septiembre de 1970 se incluye en este volumen

3. Diseñada por el barón Ektur Von Hofmeister. P. de m. A: BIBLIOTECA DE LAS ARTES