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Siempre, 26 de agosto de 1970

 

Teatro

Rafael Solana

Las tinieblas cubren la tierra de Jerzy Andrzejewski en traducción de Sergio Pitol, dirige Marco Antonio Montero

Posiblemente vaya a ser la última actividad pública del Departamento de Teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes en el sexenio que ya agoniza, la presentación en la sala Julio Jiménez  Rueda de la obra polaca, traducida por Sergio Pitol (nuestro único traductor del polaco) Las tinieblas cubren la tierra, de Jerzy Andrzejewski.
           
¿Cuál fue la idea que movió que esta obra fuese escogida por Marco Antonio Montero, su director, con preferencia a cualquier otra, para ser presentada al público mexicano? Aquí entramos en el terreno de las conjeturas. Es posible que haya deseado Montero dar a conocer una muestra del nuevo teatro de Polonia, país que, dice Héctor Azar “está en el camino preciso de la verdadera vanguardia teatral y musical” (cuando estuvimos allí, no hace mucho, las obras que más éxito tenían en Varsovia y en Crocavia eran Los árboles mueren de pie, de Casona, y Mi bella dama, que aquí hemos conocido hace mucho y que no podremos llamar, rigurosamente, “de vanguardia”); pero también cabe pensar que hubiese querido Marco Antonio sumarse a una moda, que pide en los teatros (y en los libros) religión y religiosos, después de que por mucho tiempo estuvieron pasados de moda; desde El cardenal, La cena de los cardenales y Lodo y armiño pasaron algunos años en que dejamos de ver sotanas en los escenarios, hasta que las volvió a traer Basurto; habrá personas que hasta lleguen a pensar que se ha exagerado, y que ya estamos hasta el copete de obispos y cardenales, pues hemos visto demasiados; últimamente dos obras basurtianas, una de Usigli, una de Retes, una de Leñero, y la que está actualmente poniendo López Tarso han significado sobre nuestras tablas tal inundación de prelados y de purpurados que, con la otra inundación la de ficheras, golfas y mujeres fáciles, parecen indicarnos que nuestro teatro no tiene sino dos sopas: o el prostíbulo, o el concilio.
           
Pero queda una tercera opción a los mal pensados, entre los que nos contamos quienes conocemos a Marco Antonio y sabemos de sus afanes, de sus luchas, de sus ideales y de sus firmes creencias, y recordamos su Frontera junto al mar de 20 años en Bellas Artes: tal vez  lo que Marco Antonio quería era hacer oír desde un escenario clamores nacidos en su propio corazón, hacer gritar a los actores los gritos de su propia ánima generosa. Dos escenas de Las tinieblas cubren la tierra nos hicieron nacer esa sospecha: aquella en que fray Diego, en una repetición pobre de una escena que dirigió Solé en Asesinato de una conciencia, airado, enojado, tenaz, obstinado, acusa a un inocente de un delito que se parece mucho al recientemente extinto de disolución social, y aquella otra en que el padre Tomás, ya cerca del fin de la obra, clama por la libertad de los presos... ¿políticos? Bueno... no llega a decirse la palabra, pero tal vez de hacer pensar en ella se trataba. Nuestro compañero de butaca (un alto funcionario) se maravilló de que cuando le arranca al sospechoso Lorenzo la lista de los nombres de sus cómplices estos no fueran: Siqueiros, Vallejo, Campa, Mata, etcétera.
           
Desgraciadamente, mientras Montero ensayaba, los “presos políticos” se fueron a su casa, y ya los clamores desde la escena no tuvieron eco; lejos de exaltarse y de gritar vivas y mueras, de palmotear y de vociferar, el público lo único que hizo fue aburrirse; el efecto buscado completamente “se cebó”, como dicen los cazadores, y los coheteros.
           
Porque, además de poder servir para alfabetizarnos sobre teatro polaco (que nos importa en el mismo grado que el checo, el finlandés, el húngaro, el rumano o el búlgaro) y de abundar en la materia religiosa, y de prestarse para que vuelvan a usarse esos hábitos de que los roperos teatrales están pletóricos, ¿qué interés o qué mérito tiene esa obra? Discursiva, poco teatral, estática, sin una sola sonrisa en dos horas y media, sin figuras femeninas, que por lo menos la vista alegran, y con un tema que ya sólo bostezos puede provocar, porque ha sido tratado demasiadas veces, por lo menos en el ámbito de la cultura hispánica, y particularmente en México: la Inquisición; en Polonia es posible que Torquemada sea una figura curiosa, pintoresca, exótica; para nosotros es muy manoseada ya, sobradamente discutida, y en el ánimo de la mayor parte de la gente, ya calificada.
           
Marco Antonio Montero es, por supuesto, un director profesional y hábil, y su trabajo es cierto, no de aficionados; cuenta con los recursos, abundantes, del INBA, y así su postura escénica ha sido relativamente apropiada; sólo relativamente, porque la señorita Norma González Ehrlich, que tal vez se permitió pasar algún recibo por su trabajo como “asesor histórico”, no se tomó la menor  molestia para opinar ni en materia de zapatos, ni en materia de patillas, y dejó que debajo de los hábitos de algunos actores apareciesen pantalones modernos, y que si Torquemada usa zapatos de minero, los de fray Diego fuesen de mariachi. Como la obra tampoco se ajusta a la verdad histórica (Usigli la habría llamado “antihistórica”) realmente no sabemos qué justificación pudo existir para que esa señorita Ehrlich cobrara, si cobró, o para que aparezca en el programa su nombre, como aparece.
           
Tuvo poco acierto Montero para escoger a la mayor parte de los personajes de esta obra; en su afán de no atenerse a los consagrados, tal vez porque los juzga “fresa”, ha llenado la escena de jóvenes, no todos los cuales están indicados para los papeles que les repartió; se habla constantemente de canas, de cabezas blancas, pero nada de eso se ve (tampoco está tonsurada ninguna cabeza); tienen el pelo negrísimo así el que aspira a ser arzobispo de Toledo, como Torquemada, y fray Diego, y todos los demás (apenas uno se ve algo calvo, de entre los priores de conventos); pero el pelo es lo de menos; Montero ha escogido como estrella de su obra a un actor muy antipático (en escena; puede ser un dulce en su casa), que es Juan Ángel Martínez; la antipatía no siempre es un defecto en el teatro; hasta ayuda mucho, para ciertos papeles (pensemos en la que proyectan, deliberadamente, un Aarón Hernán, un Carlos López Moctezuma, un Rodolfo Acosta); pero para el papel de Diego no era necesaria; en cuanto a Salvador Sánchez, demasiado joven para el papel que se le dio, está muy bien al final pero muy mal al principio, redicho y falso, con una impertinencia, un autoritarismo o una ironía que son de lo más pobre o inocente.
           
Bien encontramos a Amado Zumaya, aunque le faltan 20 años para obispo de Segovia y 40 para arzobispo de Toledo; correctos a otros, como Juan Allende o Macros Filio de la Vara; pero excelente, sólo a uno, a Humberto Robles, que tiene la actuación más convincente, más artística, más emotiva y más sincera, y que sí está en papel.
           
Terminamos esta nota con un aplauso para Félida Medina por una escenografía fija, que sirve para interiores, naves de iglesia, bosque, calle, o lo que uno quiera.