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Siempre, 8 de noviembre de 1961

 

Teatro

Rafael Solana

Señoritas a disgusto de Antonio González Caballero, dirige José de Jesús Aceves

Pensábamos que exageraban los caracoles cuando se anticiparon a decirnos, y a ponerlo en el programa, que la obra mexicana que iban a estrenar era “estupenda”; estupenda es mucho decir, y a pocas obras de teatro les viene tan abultado adjetivo, pero la noche del estreno, cuando vimos y escuchamos la pieza, cuando observamos las reacciones del público y oímos los aplausos, entonces juzgamos que no habían faltado a la verdad los empresarios al calificar esa comedia. Sí es estupenda; es un éxito grande para el joven autor, para el director, para los artistas intérpretes, y para el teatro mexicano.

Hay en el teatro, como en todas las cosas, muchos géneros, y dentro de cada uno de ellos hay cosas logradas y cosas malogradas. Algunas personas conceden rangos entre los géneros, otros solamente los conceden a la calidad alcanzada dentro de lo escogido. No es mejor, para poner un ejemplo, la pintura al óleo que la pintura al fresco o que la pintura a la acuarela pero hay frescos malos, óleos buenos, acuarelas perfectas. La pieza del señor Antonio González Caballero no tiene aspiraciones ambiciosas, no es una tragedia histórica en verso, ni es una novedad despampanante, ni tiene una formidable tesis combativa, ni aspira a revolucionar el teatro con su originalidad; es una comedia asainetada, romanticona, dulzona, de corte un poquito anticuado; pero es todo eso conscientemente no porque así saliera, no porque hasta allí llegara, sino porque precisamente eso quiso ser, y lo es con dignidad y con satisfacción. No tiene la cursilería de lo fallido, del quiero y no puedo sino la respetabilidad de lo que se propuso una moderada meta, y a ella llegó triunfalmente, a tambor batiente, y con general beneplácito.

Porque eso poco que la comedia es, lo es brillantemente; cuando se trata de hacer reír, el efecto se obtiene, y cuando se hurga en la fibra sentimental, se la hace vibrar y se consigue del público la reacción requerida. Está la pieza construida con precoz maestría, apenas explicable en un debutante, cuando hay apartes, no es porque el autor ignore que han dejado de usarse, sino porque los necesitó y no tuvo ningún miedo de usarlos. Los caracteres están dibujados con la eficacia más sorprendente; la trama contada con habilidad asombrosa; los efectos buscados son todos conseguidos, sin que se sienta jamás una falla o una insuficiencia. El resultado de todo esto es que el aplauso que se rinde al novel autor, al caer el último telón, es verdaderamente entusiasta, sincero; entre la gente del oficio, si no es de mala fe, este triunfo causa verdadero regocijo. Tenemos otro excelente autor mexicano, uno más quizá mejor que muchos que ya hay, que puede contar al público mexicano cosas mexicanas, que retrata en un escenario mexicano personajes y problemas mexicanos. Para quienes amamos el arte nacional, y quisiéramos que en el teatro, como en todo lo demás, nuestra patria tuviera una vigorosa expresión legítima y propia, el estreno de Señoritas a disgusto, y el enorme triunfo de su autor constituyeron un gran día de fiesta.

No les contaremos nada del asunto de la obra, porque insistimos en que deben ir a verla. Quizá les traiga el recuerdo de otras obras... pero hasta en eso es mexicanísima; no se inspira en obras extranjeras, sino en las de otros autores nuestros, a los que se puede ya considerar como maestros, en el Emilio Carballido de La nueva danza que sueña la tortuga por ejemplo; en la Luz María de Servín de El juego de papá y mamá. Quiere esto decir que hasta en sus raíces es nuestra; y si hay algún eco de un autor no mexicano... es de un español que es lo menos extranjero que pude pedirse, pues el autor de Doña Rosita la soltera es un escritor de nuestro mismo idioma y por eso casi un autor nuestro, de nuestra raza y de nuestra sensibilidad, y entre la Granada de García Lorca y el Guanajuato de González Caballero necesariamente hay toda clase de nexos.

Pepe Aceves, que había pasado, durante largo tiempo, por una racha de mala suerte, ha vuelto a encontrar una carta de triunfo, y estamos seguros de que nadie se regocijará más que él mismo de que esta carta sea una obra mexicana, como aquella El niño y la niebla que le dio el éxito más grande de su vida. Ha dirigido con amor, dejando ver que sentía la obra, que la quería y que la admiraba. Quizá recargó un poquito la mano, quizá encuentre alguien un poco demasiado apoyadas las cosas; pero así es la obra, y así son sus principales intérpretes; es cuestión de estilo; para no salirse de la unidad de tono, Aceves, como hicieron el autor y hacen la Manzano y Riquelme, apoya, recarga un poquito, exagera; no dibuja con tintas claras sino con unas un poquito espesas; no lo decimos como un reproche, sino solamente como una observación, pues nos abstenemos por tomar partido en favor de uno o de otro entre el teatro recargadito y el teatro muy sutil; son dos estilos, cada uno de ellos con sus partidarios (y muy probablemente más numerosos los del recargado).

En cuanto a los intérpretes... otra vez Virginia Manzano da una lección. ¡Qué sabiduría de actriz, qué tablas, qué conocimiento del oficio! El año pasado se destacó notablemente en una actuación dramática, en Las alas del pez; ahora lo hace en una cómica, en la que vuelve a dar cátedra; el papel se parece un poco (bastante) al que hizo en Las palabras cruzadas, en el que estaba excelsa; vuelve a estar así: Eminente. Habrá quien la encuentra un poquito actuada de más, pero ese es el estilo de ella; no insinúa, no apunta o sugiere los gestos, sino va al fondo de ellos; los apura, los graba; su pincel no es fino; pero es rotundo. Sólo una enorme admiración, desbordados elogios, apasionados aplausos merece Virginia Manzano por esta actuación soberbia, que sin duda será mencionada entre las más notables del año cuando hagamos los críticos nuestro recuento.

Carlos Riquelme está soberbio, también perfecto. Tiene un papel breve, muy marcado, y él sabe darle toda su intensidad, sin detenerse a la mitad de nada; los efectos cómicos que logra son todos felicísimos. Ha estudiado cada gesto y cada entonación, hasta cada respiración. En su estilo, porque todos reconocen que Riquelme tiene ya un estilo que le es propio, esta vez insuperable.

Emma Arvizu debuta en un nuevo tipo de personaje. Ahora ya no es Margot Barón, como fue durante muchísimo tiempo, en Gigoló, y hasta fuera de Gigoló, sino algo completamente diferente. Todavía no está perfecta en este papel, y podrían advertirse pequeñas debilidades al lado de la maestra que está con ella, y que es capaz de hacerle sombra a cualquiera; pero en conjunto su labor debe ser considerada como estimabilísima, llena de aciertos y merecedora de los aplausos que obtiene.

Eric del Castillo en uno de los personajes mejores de la obra, el que está hecho con mayor naturalidad y menos abusos, triunfa sin tener tantos puntos de apoyo como sus compañeros; alcanza la más plausible discreción precisamente en el personaje que para la arquitectura de la pieza se necesitaba que no pasara de discreto, el que representa el contrapeso de los otros desbordados, exaltados. Merece una muy efusiva felicitación.

Lupe Carriles hace la criada que no podía faltar en una obra de este tipo (aquellas criadas lorquianas que hacía doña Amalia Sánchez Ariño) y también ella está excelente, para completar un cuadro al que no es posible oponer el menor reparo; de la escenografía, baste decir que es de Julio Prieto para que todo comentario salga sobrando.

Creemos que tiene Pepe Aceves obra para un año. No habrá quien deje de verla. Es para todos los públicos.

Enhorabuena al autor, al director, a los intérpretes de este sólido y resonante triunfo del teatro mexicano.