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Horrores

Rodolfo Obregón

Es curioso, la misma noche en que asistí al Teatro Coyoacán a ver Retrato de la joven monstruo, la nueva obra de Vicente Quirarte para Teatro Gótico, proyectaban en la televisión un filme (Gothic) que recrea la celebérrima noche del 16 de junio de 1816, el aquelarre de la Villa Diodati en el cual se gestó un monstruo dotado de vida eterna: Frankenstein.

    Esta paradoja de la proximidad me hizo pensar en otras dos escenificaciones recientes, en México, que retoman aquella noche de intensidades escalofriantes o la relación de la escritora Mary Shelley con su criatura. En El Foro/Teatro Contemporáneo, Hilda Valencia llevó a escena María Frankenstein de los hermanos Malpica y, en diversos espacios escénicos, Juliana Faesler y Clarissa Malheiros fueron remendando, cortando y cosiendo, los jirones de su propio engendro, Frankenstein o el moderno Prometeo.

    La fascinación por la novela y la figura de quien habría de opacar la fama de su brillante marido, no es reciente, desde luego. Pero la intensidad con que se manifiesta sobre los escenarios mexicanos al inicio del siglo XXI, no puede pasar desapercibida.

    Obviamente, la experiencia de un siglo de horrores pergeñados por mentes científicas o en aras de la ciencia, ha dotado a la lectura del clásico de una vitalidad con tintes de urgencia. En ese sentido, el punto de partida de Juliana Faesler resultaba el más atractivo a la hora de presentar al monstruo (la monstruo, en su versión) frente al espejo de la ciencia y la tecnología contemporáneas.

    Pero la emergencia de la mujer en todos los campos de la actividad social, a lo largo de un siglo emancipatorio, encuentra también en la figura de Mary Shelley un espléndido antecedente. Por ahí, en la génesis de la vocación literaria, en las batallas del alma, se aventura el texto de Quirarte.

 

    Y sin embargo, el mito literario, la aureola de transgresión que corona a los protagonistas de aquella noche evidentemente tormentosa, el terror como convención (tal y como se manifiesta en la caricaturesca moda “dark”), continúan eclipsando la posible lectura de las nuevas formas del horror. Así sucede en la retorcida obra de los Malpica y en la puesta en escena de Retrato de la joven monstruo firmada por Eduardo Ruiz Saviñón.

    En repetidas ocasiones he discutido con este director las posibilidades actuales del género gótico. En mi opinión, la parafernalia espectacular que acompaña tradicionalmente a estos relatos exaltados (humo, maquillajes grandilocuentes, luces rojas o moradas, música tenebrosa, voces altisonantes y gestualidades excesivas) no sólo no espanta ya ni a una mosca, sino que tiende a ocultar el sentido metafórico de una naturaleza hostil, de ruinas y pasadizos que encuentran su equivalente en los vericuetos de la conducta humana, de instituciones opresivas (familiares, monásticas, de poder) que deben ser reventadas, de víctimas y villanos que viven sus pasiones al filo, de “espacios cerrados o subterráneos donde el entierro en vida es una metáfora del aislamiento humano”.

    Por contraste, la escena contemporánea –pienso– debería aproximarse al terror con la frialdad del escalpelo, en la atmósfera aséptica de un “bombardeo selectivo”, con la mano firme de quien manipula en el laboratorio un elemento radioactivo. Así lo ha hecho el grupo italiano Societas Raffaello Sanzio al representar, en su Genesi, from the museum of sleep (Proceso 1260), los campos de exterminio de Auschwitz en un espacio de blancura inmaculada y con seis niños (los hijos del director Romeo Castellucci) como únicos protagonistas. Una manera de recrear el horror que resulta siniestramente original.