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APUNTES PARA LA HISTORIA DE LA PUESTA EN ESCENA EN MÉXICO (II)

Rodolfo Obregón

En el origen del concepto mismo de puesta en escena, dice Bernard Dort, se ubica la eclosión de las barreras sociales con que comenzó el siglo XX. A la futura movilidad entre clases y la incertidumbre de las divisiones tradicionales, corresponden las múltiples visiones del mundo que refleja un escenario liberado de los convencionalismos aristocráticos o populares.

    En nuestro país, la irrupción del Teatro Experimental marca un camino de apertura entre la revista, género popular dirigido a un público no educado, y el modelo dramático español con que pretendía satisfacerse al “mismo público de empleados españoles de tiendas de ultra marinos y cantinas que no se interesaba más que por ‘el último estreno en Madrid’”.

    Ante estos dos modelos, a los que durante años siguen sujetos los titubeantes esfuerzos de la dramática nacional, el nuevo teatro experimental introduce la posibilidad de un teatro mexicano dirigido a una inteligencia en ascenso.

    Ya sea por su reafirmación ética del hecho teatral, que rechaza definitivamente la elección del repertorio en función del lucimiento de divas y matadores, o por las precarias condiciones en que realiza sus esfuerzos, la renovación del modelo de escritura dramática en México no pasa por la difusión de las grandes obras realistas (Chejov, por ejemplo, no se presenta aquí sino hasta 1932 y sólo a través de una pieza corta, y La Gaviota, anunciada en el repertorio de los grupos de Bellas Artes para 1938, no llega a realizarse hasta muchos años después) sino a través de un repertorio importado de piezas cortas y gran aliento lírico que viene a sustituir el gusto por la acción externa por aquel que se deleita en un teatro de entrelíneas y sugerencias.

    Amén de la retroalimentación que este nuevo repertorio establece con las formas actorales a las que nos referimos la semana pasada, los paradigmas que representa habrán de influir también a la escritura dramática local.

 

    Con una visión cuya amplitud se echa de menos en estos tiempos aciagos, los Contemporáneos y otras figuras aledañas (como el imprescindible Julio Bracho) propusieron, en perfecta sincronía con una discusión teórica de gran nivel y la renovación de las formas escénicas, un repertorio que no descuidó la promoción de la dramática nacional (Villaurrutia, Gorostiza, Díaz Dufoo hijo, Alfonso Reyes formaron parte del Teatro de Orientación) ni un equilibrio entre los autores clásicos (Shakespeare, Molière, Cervantes) y los contemporáneos (Jules Romains, Shaw, Gogol, Synge, O’Neill, Cocteau, Lenormand, etcétera).

    A la par de todos los renovadores escénicos de la primera mitad del siglo XX, estos poetas metidos a hacedores del teatro fueron profetas que no llegaron a ver cumplidas sus utopías; y, en este caso en particular, toparon con aquel decir que los excluye de su tierra.

    Los feroces ataques que su postura innovadora (y, por qué no, su personalidad) acarreaba se sintetizan en esta anónima cobardía: “y es que los maestros saben, sin duda alguna, que una mayoría de los orientadores teatrales de educación figuran con brillante éxito en las nóminas y que desde un punto de vista revolucionario y también desde un punto de vista nacional, el teatro de las orientaciones orienta menos que un volumen de las doctrinas de Confucio puesto en manos de las masas”.

    He ahí las dos obsesiones (nacionalismo y realismo revolucionario) que Octavio Paz señalaba como el motivo contra el que se levantó Poesía en Voz Alta y con las que habrán de enfrentarse, hasta nuestros días, los subsecuentes propositores de un teatro mexicano libre de ataduras.