Como muestra de su fecunda imaginación, el Festival de Otoño de París, en su edición 2000, ha programado junto a los grandes acontecimientos espectaculares (los respectivos Hamlet de Peter Brook y Peter Zadek, la versión operística del Cuento de invierno, según Philippe Boesmans y Luc Bondy, entre muchas otras delicias) un ciclo que, bajo el título Los cuentos de Babel, reunió a narradores populares de quince nacionalidades.
En el espléndido marco del convento franciscano “des Cordeliers”, una nave sobreviviente del siglo XV adaptada para la ocasión con un gusto tan sobrio como eficiente, se llevaron al cabo cinco sesiones con tres narradores cada una, en lenguas tan disímbolas como el maorí, japonés, zulú, quechua, inglés, yiddish, griego, chino mandarín, francés, sami, árabe o criollo (créole).
A la riqueza sonora de la babélica confrontación, habría que añadir la fascinante antología (legible gracias a un discreto sopratitulaje en francés) de historias épicas, míticas o de cómicas fabulaciones, encarnadas por estos herederos y vitales transmisores de una cultura y un imaginario colectivos.
Desde la perspectiva del teatro, la experiencia reserva además un doble interés: la observación de las formas escénicas específicas que contribuyen a la eficacia del relato (la palabra narrador no hace justicia a este “contador de historias” más cercano a la representación que a la simple exposición verbal) y el reencuentro con las formas más elementales (y, por lo mismo, vitales) de contacto entre alguien que cuenta una historia y el público al que está destinada.
Como tantos otros “profetas retrospectivos”, los grandes renovadores del teatro del siglo XX no han pasado por alto estas formas “primitivas” de comunicación con el espectador e, incluso, han derivado de ellas su estética y sus modelos actorales. No otra cosa representan los moritaten para Brecht, los narradores del Lago Como para Dario Fo y los del mundo árabe para Brook.
A medio camino entre las formas fijas de la memoria y la improvisación que revitaliza al relato tradicional, el narrador opera con una libertad acorde a la teatralidad contemporánea: representa con gestos y signos mínimos todo tipo de personajes, entra y sale de la ficción a voluntad, hace avanzar su historia siempre a través de fragmentos discontinuos, y, aún se da el lujo de comentarla.