La revuelta cultural del 68 tuvo, entre sus múltiples efectos, una influencia definitiva sobre la estética teatral. La abolición temporal del teatro a la italiana, la preeminencia de la espontaneidad y la experimentación, el replanteamiento de las funciones de actores y espectadores, son algunas de sus consecuencias más evidentes.
Pero el rasgo más significativo del teatro de los años 70 es seguramente la revalorización del cuerpo como instrumento expresivo por antonomasia. La desconfianza en la palabra, instrumento al servicio del discurso oficial, así como el rechazo del racionalismo que aparece en casi todas las corrientes artísticas de vanguardia, condujeron por fuerza a la reformulación de los códigos semánticos del escenario.
Las crípticas incitaciones de Antonin Artaud ejercen en esos momentos una influencia definitiva. La temporada del “Teatro de la crueldad” (1964), animada por Peter Brook y Charles Marowitz, coincide prácticamente con la difusión internacional de la experimentación grotowskiana.
A estos esfuerzos por desnudar al actor y confrontarlo con las fuentes primigenias del sonido, el movimiento, el espacio y el ritmo, se suma la experiencia del Living Theatre y la vanguardia norteamericana que concibe al gesto como un acto liberador, no narrativo, y cargado de un valor de provocación.
Bajo estas influencias, la escritura escénica de los años setenta fue una escritura física, concreta, corpórea, al punto de generar una corriente, eminentemente visual, que, apoyada por la experimentación previa de Jean-Louis Barrault, Etienne Decroux, Jacques Lecoq, entre muchos otros, sigue su propio desarrollo y se denomina en algunas latitudes como Teatro del Gesto o Teatro Corporal.
Paralelo en su afán renovador, nuestro teatro recurrió en cambio a la grafía corporal, el diseño coreográfico, la acrobacia y las prácticas derivadas del music-hall, como formas de apoyo para reinsertar a la palabra en el centro del discurso espectacular.