Algo pasa que no pasa. En la cruel displicencia que parece definir a la generación emergente, se lee la visión de una realidad a la que se han extirpado los conflictos. O, al menos, la presencia de una juventud que cultiva con rigor casi científico la indiferencia frente a éstos.
Por ello, una crítica tan admirable como Olga Harmony, forjada en un tiempo de certezas absolutas, califica como una obra carente de convicciones a Plagio de palabras, texto que otorga pasaporte de autor (rubricado por Sabina Berman y suscrito al calce por un servidor) a la veracruzana Elena Guiochins.
El largo colmillo de espectador no confundiría la significativa abulia del universo representado con el punto de vista de su creador. La fuente de confusión, en cambio, podría estar en la puesta en escena que la misma dramaturga realiza sobre las rosáceas y aromáticas tablas del Teatro Coyoacán.
En efecto, algo pasa que la obra no pasa. Como si la inasible identidad de los personajes (“mi vida se convierte en algo ajeno a mi persona”) se transmitiera a una escenificación irreprochable donde todos los elementos, desde el original programa de mano hasta la brillante escenografía de Juliana Faesler, denotan un cuidado y una pertinencia absolutas.
Como si la ausencia de tono anímico, que constituye la seña particular más evidente en estos jóvenes, terminara por permear la actoralidad de Teresina Bueno, María Renée Prudencio, Rossana Barro y Ricardo Lorenzana, actores eficaces, a pesar de alguna inevitable incurrencia en el “naturalito”, y entregados en buena lid al juego escénico.
Como si la ligereza resultante de su anorexia emocional esterilizara a la comedia, neutralizando todo afán perturbador, eliminando con rigurosa asepsia la inquietud que, en teoría, es producto de la incertidumbre.
Como si la supresión clínica de los compromisos, por demás evidente en una generación que ha redefinido las relaciones de pareja con el término free, restara convicción a la interpretación de un texto que la describe con precisión y brillantez artística.